Desde que se renovó en España la orden de detención contra un grupo de militares sospechosos de haber participado en el asesinato de los jesuitas y sus dos colaboradoras, los comentarios en los periódicos han salido con cierta frecuencia. Se ha dicho montón de cosas, algunas de ellas tan asombrosas como absurdas, como que en este tipo de operativos asesinos, los militares, al obedecer a los civiles, cumplían con la Constitución. Pero prácticamente no se ha tratado el problema de fondo. El juicio abierto en España se apoyó en una revisión de los procesos judiciales realizados en El Salvador, que son catalogados por el sistema de justicia español como farsas. Nos toca debatir en serio si los juicios realizados acá fueron auténticas farsas. Pero se ve que nadie, ni siquiera en los más altos niveles de nuestro sistema judicial, se atreve a hacer una revisión de ese estilo. Curiosamente, entre los acusados de alta graduación, una de las pocas personas coherentes ha sido el general Bustillo, que repetidas veces ha insistido en que se reabra judicialmente el caso en El Salvador. Ciertamente, si así se hiciera, y con seriedad, como ya lo recomendó en 1999 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, hubiera sido mucho más sencillo llegar tanto a la verdad reconocida oficialmente como a la justicia y a las medidas de perdón de las penas de cárcel. Medidas que pueden y deben darse después de una guerra civil.
Farsas judiciales las ha habido en todos los países del mundo. Pero en el campo de los derechos humanos se han ido dando terribles diferencias entre naciones en lo que a pensamiento y desarrollo de la doctrina y acción judicial respecta. Diferencias que incluso llegan a darse entre los acuerdos y tratados internacionales de derechos humanos y los propios países signatarios de esos acuerdos. Ello ha hecho que las farsas judiciales sean más evidentes en este campo tan sensible, el de la defensa de los derechos de la persona. Y el Caso Jesuitas, entre otros, es ejemplar. En los dos procesos desarrollados en El Salvador se dio una enorme conjunción de actitudes y acciones que no dejan lugar a dudas de que en los juicios hubo graves irregularidades. Entre ellas, sin hacer una enumeración exhaustiva en este breve artículo, podemos mencionar las siguientes: negativas de la Fiscalía General a investigar errores fiscales graves a la hora de presentar el caso en juzgados no pertinentes; ausencia de investigación policial; información falsa proveniente de funcionarios del Estado; insultos a la Comisión de la Verdad por haber acusado a altos mandos de la Fuerza Armada; personas no investigadas a pesar de que constaba que por su cargo o actividad tenían objetivamente relación con los asesinatos; afirmaciones judiciales absurdas e ilegales; manipulación del jurado; ataques sistemáticos de funcionarios estatales a quienes pedían justicia.
Todas estas irregularidades se pueden constatar. Especialmente en el segundo caso, que trató de enfrentar el tema de la autoría intelectual, las manipulaciones fueron impresionantes, llegando los jueces a acusar a las víctimas de ser las culpables de que no se hiciera justicia por no haberse quejado a tiempo. Los elementos para poder afirmar que hubo una simulación o farsa de juicio son muy serios. Tal vez por eso ni siquiera se quiere debatir el tema. Quienes se sienten ofendidos porque se les denuncia prefieren insultar a responder. Pero lo que es inevitable es que si se recurre a la farsa en un momento histórico en que la justicia tiene ya parámetros internacionales mucho más serios, nadie debe extrañarse que la realidad rebrote y la justicia internacional reclame. Da risa que quienes influidos por un internacionalismo acrítico dolarizaron (extranjerizaron) la moneda salvadoreña acudan a argumentos nacionalistas cuando la justicia internacional reclama realidades aseguradas y garantizadas por pactos internacionales. Si El Salvador no puede vivir sin pactos internacionales, hay que asumir también la responsabilidad de una justicia internacional avalada por instituciones como la Comisión Internacional de Derechos Humanos de la OEA.
Inmediatamente después de los asesinatos, las autoridades de la Compañía de Jesús mantuvieron —y siguen haciéndolo— que el camino adecuado ante el crimen debe recorrer los pasos de verdad, justicia y perdón. Esos mismos pasos los recomendaba Juan Pablo II en el XXX Mensaje de la Jornada Mundial de Paz, del 1 de enero de 1997, titulado “Ofrece el perdón, recibe la paz”. A partir de este modo de ver las cosas, la Compañía de Jesús pidió oficialmente en 1992 a la Asamblea Legislativa el indulto para los dos únicos condenados en el primer juicio en El Salvador. Indulto solicitado prácticamente seis meses antes de que saliera la ley de amnistía en 1993. Y a la vez siguió insistiendo en el juicio a los autores intelectuales. Y acompañó esa petición con exigencias de reconocimiento institucional de los delitos y petición de perdón por parte de la Fuerza Armada, e implantación de modos de justicia transicional que ayudaran a todas las víctimas que lo desearan a encontrar paz en la verdad y la justicia, sin menoscabo de las medidas de reconciliación que deben implementarse después de una confrontación civil. El eco en el liderazgo político e institucional fue muy bajo en la mayor parte de las ocasiones y diálogos mantenidos.
Al final no queda más remedio que reconocer, si somos mínimamente serios, que los reclamos internacionales, como los que hace el sistema judicial español, no son un capricho ni una persecución, sino el resultado de una impunidad flagrante, de una despreocupación de las instituciones por la justicia y del cinismo de una parte del liderazgo nacional que sonrió ante las farsas judiciales, como si estas fueran escalones hacia la justicia y la paz. La Compañía de Jesús no es parte en el juicio en España; sigue deseando que las cosas se arreglen en El Salvador desde la verdad reconocida institucionalmente, desde una forma de justicia transicional abierta a todos que implique la confirmación de los hechos desde la institucionalidad jurídica, y desde formas de reconciliación que nos permitan recuperar cada día más a fondo nuestra ineludible fraternidad. El perdón cristiano fue dado desde el mismo día del asesinato. Nuestra oración por los asesinos y por su conversión se dio desde el primer momento. Pero el perdón cristiano exige verdad, reparación a las víctimas y reconocimiento institucional de que el mal debe llamarse por su nombre, tanto en general como con el de quienes lo han hecho. El camino sigue abierto, a pesar de la palabrería. Reconocer que hubo una farsa de juicio, estar dispuestos a la verdad, dejar que haya formas de justicia que puedan reconocer la verdad y dar satisfacción al menos moral a las víctimas son tareas pendientes para que el perdón cristiano genere una más sólida reconciliación. Negarse a la verdad, a la justicia y al perdón es una forma de negar la fraternidad y seguir ofendiendo a las víctimas, manteniéndose en la calidad de agresores.