Hace unas semanas, el presidente Funes llamó a un acuerdo nacional por la seguridad y contra la violencia. Y ello, en sí mismo, es una buena noticia, pues no habrá solución a este problema que compromete la vida del país mientras no se emprenda un diálogo nacional que conduzca a consensuar las estrategias y las acciones necesarias para hacerle frente. En este sentido, es esperanzador que, a la primera ronda de diálogos, el mandatario haya convocado a un amplio abanico de actores sociales: empresarios, partidos políticos, universidades, organizaciones sociales, sindicatos y ONG. La primera reunión la mantuvo con las organizaciones empresariales el pasado miércoles.
Aunque fue una junta a puerta cerrada, y poca información ha trascendido por vía oficial, se sabe que se sometieron a discusión cuatro acciones de prevención de la violencia: acceso a empleo para los jóvenes, formarlos de modo que puedan acceder más fácilmente a la vida laboral, apartarlos de las zonas de riesgo y, por último, crear parques de reinserción laboral y cultura de paz. Estas acciones, con modificaciones y añadidos, pueden constituir la base de un primer plan nacional de prevención de la delincuencia y violencia juvenil. Y para que en verdad sea tal, se requiere que sea discutido y aceptado por todos los actores de la sociedad. Sin embargo, existe el temor de que el plan que se quiera acordar ya esté previamente diseñado por el Gobierno de Funes, y que lo único que se quiera de los actores sociales es que lo avalen y lo firmen.
Si en verdad se trata de alcanzar un acuerdo nacional, debe aceptarse que esta es una propuesta para consulta y debate; debe partirse de la base de que la propuesta puede ser enriquecida con los aportes de los distintos sectores que se reúnan con el Gobierno en el proceso de diálogo. Y esta actitud de apertura debe estar presente tanto en el Gobierno como en los actores participantes. Desde este espacio se ha señalado en varias ocasiones la necesidad de resolver los graves problemas del país con base en un acuerdo nacional. A pesar de la reciente y sostenida disminución del número de homicidios, no podemos asumir que la violencia es un problema resuelto o en vías de solución. Las raíces de la violencia están en las estructuras mismas de nuestra sociedad. Y por eso un acuerdo nacional es aún más necesario. Si de verdad se quiere resolver el problema, hay que estar dispuestos a transformar aquello que fomenta las actitudes violentas y la propagación de las actividades delincuenciales.
En esto reside el principal obstáculo. Cambiar las estructuras supone como mínimo la disposición a renunciar a privilegios y a asumir una actitud solidaria con el conjunto del país. Hay que ser claros y no negar la verdad: la violencia y la delincuencia de las pandillas tienen un origen social; encuentran su origen en la pobreza y la exclusión a la que nuestra sociedad ha condenado a miles y miles de salvadoreños. Las pandillas crecen y hallan su vivero en la falta de oportunidades de estudio, el desempleo, los empleos indecentes por sus bajos salarios, las familias desintegradas, la ausencia de espacios de recreación, la eliminación de los valores propios de la convivencia humana y humanizante, la impunidad que permite que se cometa un crimen tras otro sin que intervenga la justicia.
Por ello, si se desea alcanzar un acuerdo nacional por la seguridad que sea efectivo y permanente, este debe contener reformas estructurales que ataquen la pobreza y exclusión que sufre una amplia mayoría de la población; debe, pues, proponer acciones que disminuyan drásticamente la hiriente desigualdad social en la que vivimos y que sean capaces de ofrecer igualdad de oportunidades para todos. De lo contrario, lo que tendremos será una nueva acción coyuntural de corto alcance.