Después de 833 años, la Iglesia católica otorgó el título de Doctora de la Iglesia Universal a la religiosa alemana Hildegard von Bingen, quien vivió en el siglo XII. En ese momento, como en otros, la historia que se enseñaba y se escribía en libros y memorias se fijaba, sobre todo, en figuras masculinas. Se daba por supuesto que el sujeto que hacía teología era siempre un sacerdote; por lo tanto, un varón. Pero los cimientos ocultos de esa civilización reposaban, en lo esencial, sobre mujeres que fueron grandes cristianas, llenas de inteligencia y de virtudes. Es el caso de Hildegard.
En una solemne ceremonia, el domingo 7 de octubre, en la plaza de San Pedro, Benedicto XVI proclamó doctores de la Iglesia a san Juan de Ávila, sacerdote diocesano, y a santa Hildegard von Bingen (1098-1179), monja profesa de la Orden de San Benito. Hildegard es la cuarta mujer que recibe el título de Doctora de la Iglesia. La precedieron Catalina de Siena, Teresa de Jesús y Teresita del Niño Jesús. Después de Evangelista y Apóstol, el título más exclusivo que se concede es el de Doctor de la Iglesia. Doctor, que etimológicamente quiere decir "el que enseña" o "el enseñante", es un título que dentro de la Iglesia y con carácter universal solo se había aplicado hasta ahora a 33 cristianos, a los que se suman estos dos nuevos doctores. En toda la historia del cristianismo han recibido este honor 31 hombres y solo 4 mujeres. Entre los nombres más conocidos se encuentran Agustín de Hipona, Jerónimo, Tomás de Aquino, Juan Crisóstomo, Buenaventura, Francisco de Sales y Antonio de Padua.
Hildegard von Bingen es considerada una de las mujeres más extraordinarias de la Edad Media. Fue compositora, poeta, naturalista, fundadora de conventos, teóloga, predicadora, taumaturga y exorcista; desveló los secretos de la Creación y la Redención, y la relación entre todas las obras creadas. Dio guías de conducta para alcanzar la vida eterna y se ocupó del funcionamiento del cuerpo humano, sus enfermedades y remedios. Fue una mujer que se escribía con emperadores, reyes y nobles, la primera que predicó en público y la primera abadesa de un convento independiente de monjas. Todo ello no fue fácil en un contexto donde el derecho eclesiástico confirmaba el sometimiento de la mujer al varón por razones naturales y donde la mujer se mantenía excluida de todos los ministerios eclesiásticos. Más difícil todavía si consideramos que el contenido de su predicación giró en torno a la redención, la conversión y la reforma del clero, criticando fuertemente la corrupción eclesiástica.
Sin embargo, no hay que olvidar que en ese período los monasterios fueron semilleros de donde salieron mujeres que ocupan un lugar eminente en la historia cultural medieval. Allí se les proporcionó a las solteras y a las viudas de la nobleza tanto el espacio como las posibilidades de acción que la sociedad les negaba; encontraron posibilidades de educación y una nueva afirmación femenina. De esta forma, unas pocas monjas, como Hildegard, Brígida de Suecia, Catalina de Siena y más tarde Teresa de Ávila, tomaron parte activa en la política de la Iglesia; de hecho, gozaron de una autoridad carismática sin precedentes. En el terreno de la mística, las mujeres mostraron mayor imaginación y creatividad que los hombres. El misticismo, entendido como la experiencia directa e intuitiva de la unión con la presencia divina, fue considerado por muchos como una alternativa espiritual frente a los dogmatismos, formalismos y autoritarismos propios de la época. Esto explica, en parte, el hecho de que su aparición estuvo acompañada por conflictos con la Iglesia oficial católico-romana, que temía perder el monopolio en la administración de la Palabra y el sacramento.
Desde su experiencia mística, Hildegard predicó en iglesias y abadías sobre los temas que más urgían a la Iglesia: la corrupción del clero y el avance de los cátaros (movimiento crítico al sistema romano que adoptó como programa la predicación laica y la pobreza apostólica). En uno de sus viajes, cuando visitó Colonia para predicar contra los cátaros, recriminó con dureza la vida disoluta que llevaban los mismos canónigos y los clérigos, la falta de piedad de estos y del pueblo cristiano en general. Fue la única mujer a quien la Iglesia permitió predicar al pueblo y al clero en templos y plazas. Sus amonestaciones fueron comparadas con el mensaje crítico de los antiguos profetas.
La proclamación de Hildegard como la cuarta doctora de la Iglesia nos ha hecho pensar de nuevo en la presencia de la mujer en el quehacer teológico. O, dicho de otro modo, en una teología hecha por mujeres. Hoy día encontramos —sin ser suficientemente valorados por la autoridad eclesiástica— diferentes ámbitos en los que las mujeres viven su fe y realizan su tarea teológica. El primero es el ámbito de la convivencia, de la transmisión oral, del compartir la vida. Se trata de una reflexión sapiencial que brota de la existencia. Muchas mujeres dotadas de una intuición especial son capaces de aconsejar, de intuir dificultades, de animar, de proponer salidas a los problemas y de confirmar la fe de muchos.
Otro ámbito ocupado mayoritariamente por las mujeres es el de la catequesis. Son las catequistas las encargadas de la iniciación cristiana en niños y jóvenes. A veces, sus enseñanzas repiten en buena medida lo aprendido en su propia infancia. Pero hay también quienes transmiten un cristianismo de seguimiento a Jesús de Nazaret, de lucha por la justicia, de valoración de la vida. Un tercer ámbito es la labor de las religiosas en los pueblos y barrios. Desde su fe compartida han mostrado la imagen de un Dios comprometido con la liberación de los pobres, de una María de Nazaret próxima a los problemas de las mujeres, de un Jesús compasivo en el sufrimiento humano.
El cuarto ámbito de la teología hecha por mujeres (teología feminista) está referido a las que ejercen el ministerio teológico en institutos y facultades de teología. Su talante se ha mostrado más sensible a los misterios de la gracia que al misterio de la creación, más al misterio de la redención y de la bondad humanitaria de Dios que a su omnipotencia, sabiduría y justicia.
En suma, este honor a Hildegard, presencia femenina activa, fecunda y creativa de su tiempo, debe ayudarnos (especialmente, a la Iglesia jerárquica) a elaborar una teología realmente católica, es decir, que dé cabida a las experiencias de todos los miembros de la Iglesia: mujeres, y hombres, laicos y clérigos.