En estos días está sonando mucho el tema de la paz. A nivel mundial, se ha difundido el mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa, cuyos destinatarios y sujetos principales son los jóvenes. En un plano más nacional, estamos a las puertas de conmemorar el XX aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a 12 años de conflicto armado en El Salvador. Acuerdos que buscaban el fin de la guerra, la democratización de la sociedad salvadoreña, el irrestricto respecto de los derechos humanos y la reconciliación nacional. Esta conmemoración nos trae a la memoria el legado que nos dejó Ignacio Ellacuría. No cabe duda de que el rector mártir fue un constructor de la paz salvadoreña y del espíritu de los Acuerdos en un doble plano: con su pensamiento y con su acción. Un ejemplo de su aportación teórica en torno a la realidad del país y su necesidad de paz es el libro Veinte años de historia en El Salvador (1969-1989). Escritos políticos, publicado por UCA Editores en 1991. En el plano de las acciones son conocidos sus esfuerzos de mediación para que se profundizara el proceso de diálogo-negociación (procurando enfrentar las raíces del conflicto) y evitar así un mayor derramamiento de sangre en el país.
Cuando en su momento caracterizó las distintas posiciones sociales que sobre la paz predominaban en el país, habló de los "pacifistas", los "militaristas", los "pragmatistas" y los "realistas". Señaló que el pacifismo buscaba cualquier paz, confundiéndola con la ausencia de guerra, sin tener en cuenta que la paz sería, por lo menos, la ausencia de toda violencia, no excluida la violencia estructural. Criticó fuertemente —en el extremo opuesto al pacifismo— la actitud militarista de los que confiaban en la violencia, especialmente en la de las armas, sin excluir la terrorista, la de la guerra sucia y la de los escuadrones de la muerte. Para los militaristas, la paz implicaba el aplastamiento del que consideraban su enemigo. Ellacuría también cuestionó la aparente superación de las dos posiciones anteriores propuesta por los pragmatistas, para quienes la cuestión fundamental era llegar a un arreglo rápido de la guerra y de las apariencias de los males que la causaron. Pero si la violencia de las armas era útil para terminar con la guerra, no dudaban en utilizarlas.
Frente a esas tres posiciones, Ellacuría propuso una línea de superación verdadera que denominó "realista", dando al término toda su honda significación filosófica. Para él, los realistas pretenden dar respuesta a la realidad, pero no confunden la realidad con sus apariencias y sus inmediatismos. Pretenden, eso sí, ser regidos por la realidad, duramente vivida y largamente escrutada, a la hora de proponer las soluciones. Para la posición realista —con la que se identificaba el rector mártir—, el principio fundamental de los males de El Salvador era la injusticia estructural, que se mostraba como violencia institucionalizada. A su juicio, esta era la violencia primaria contra la cual había que luchar, la que debía erradicarse.
Para fortalecer la posición realista que busca una verdadera paz, consideró que era necesario el cultivo permanente y vigilante de tres actitudes, que —no está demás decir— pueden ser ahora mismo muy oportunas para enfrentar el tipo de violencia que predomina en el país. Estas son la prudencia, la misericordia y la justicia.
Para Ellacuría, el prudente es el que ve lejos, es el providente, el que tiene su mirada puesta adelante, más allá del inmediato presente, más allá de los intereses egoístas y/o minoritarios; es el que se guía por el principio de realidad, entendido no como aceptación resignada de lo que se suele dar, sino como búsqueda, en lo que hay, de lo que debe haber. Por eso, añadía, cuando se hace menos o más de lo que se debe, ya no se es prudente ni realista. Tampoco cuando se dejan de lado todos los datos de la realidad y se descuida lo que es o lo que debe ser.
Por otra parte, la posición realista también necesita de misericordia, entendida como tener el corazón puesto en aquellos que más sufren. En opinión de Ellacuría, a la hora de encontrar soluciones y a la hora de estar dispuestos a ponerlas en práctica, es indispensable, si se quiere de verdad ser realista, una actitud de misericordia, la cual particulariza una fuerte dosis de benignidad a favor de los más castigados por la vida de hoy y por la historia de siempre. En El Salvador —enfatizaba— un lugar que no sea el de las mayorías populares sufrientes, es un lugar irreal para el encuentro de soluciones justas e idóneas.
Finalmente, nuestro rector mártir sostenía que la misericordia debe completarse con una verdadera hambre y sed de justicia, entendida como rechazo a una situación intolerable y como promoción de un orden que responda, siquiera mínimamente, a las necesidades y expectativas de quienes siempre han sido privados de lo necesario para vivir. Su esperanza fue que las actitudes de prudencia, misericordia y justicia se enseñorearan de más personas y grupos para que la paz avanzara, se acercara a nosotros y nosotros a la paz. Jon Sobrino, hablando de Ellacuría, ha dicho que, ante todo y por encima de todo, fue un hombre de compasión y misericordia, que sus entrañas y su corazón se removieron ante el inmenso dolor del pueblo salvadoreño. Que ese dolor es lo que puso a funcionar su creatividad a favor de la paz, dando un servicio específico: "Bajar de la cruz a los pueblos crucificados".
Nos queda a nosotros el desafío de poner a producir con creatividad este modo de compromiso con la paz, según las nuevas circunstancias. Y hacerlo con la convicción que el mismo Ellacuría proclamó: "No hay tarea más noble, más urgente y más trascendental en El Salvador: el encuentro de la paz verdadera".