En Semana Santa debemos recordar, es decir, debemos pasar por el corazón y la memoria, la pasión, muerte y resurrección de Jesús como realidades esenciales de la fe cristiana. La Semana Santa, entendida y vivida no solo como actos litúrgicos, sino, sobre todo, como memoria de una vida (la de Jesús), nos remite a una historia de total disponibilidad a Dios y de un radical amor hasta el final, hasta dar la vida, en un mundo que reacciona con fuerza irracional cuando se le descubre su pecado. El papa Francisco ha resumido el drama de estos hechos así: “Veremos [en Semana Santa] el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado al Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la ‘roca’ de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios”.
El Evangelio de Marcos nos presenta de forma progresiva esta realidad. La Buena Nueva del Reino de Dios tiene como primer objetivo congregar a las personas en torno a Jesús, y formar así comunidad (1, 16-20); hace surgir en el pueblo conciencia crítica frente a los escribas (1, 21-22); combate y expulsa el poder del mal que destruye la vida humana y aliena a las personas de sí mismas (1, 23-28); invita a permanecer unido a su raíz, que es el Padre (1, 35); exige que el discípulo mantenga la conciencia de su misión y no descanse en los resultados obtenidos (1, 36-39); acoge a los marginados y trata de reintegrarlos a la convivencia humana de la comunidad (1, 40-45); provoca resistencia y conflictos: Jesús fue perseguido porque declaró el bien de la persona por encima de cualquier ley (2, 27; 3, 1-6), porque se puso del lado de los más pobres, pequeños y marginados (2, 16-17), anunció y realizó el proyecto del Padre como algo totalmente diferente al sistema del templo, de la sinagoga, al sistema de Herodes y del Imperio romano (1, 14-15).
En consecuencia, este modo de ser de Jesús provoca en el pueblo una creciente atracción y admiración, mientras que genera rechazo y condena en los líderes políticos y religiosos. El Evangelio de Marcos registra muy bien estas reacciones: a la gente del pueblo le atrae que Jesús enseñe con autoridad y mande incluso a los demonios; que toque a las personas impuras, como al leproso, curándolo y contraviniendo las leyes antiguas; que cure a un paralítico y perdone sus pecados ; que intencionalmente ponga en entredicho y contraríe las leyes, curando en día sábado; que expulse los demonios y dé de comer al pueblo compartiendo y multiplicando la comida; que interprete con libertad y con tanta autoridad las leyes y la palabra de Dios. La reacción de parte de los dirigentes del pueblo es totalmente distinta. Ante el modo de ser de Jesús, los doctores de la ley decían que blasfema contra Dios; anda con pecadores y cobradores de impuestos; está poseído por el demonio; quebranta la observancia del sábado; no guarda el precepto del ayuno; no tiene autoridad. En suma, mientras el pueblo en general admiraba mucho a Jesús, los jefes del pueblo, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban prenderlo y eliminarlo.
La interpretación teológica de estos hechos realizada por José Antonio Pagola, en su libro Jesús aproximación histórica, plantea que Cristo puede ser considerado por excelencia un mártir del Reino de Dios. Los argumentos explicativos dados por el autor recogen la tradición apostólica. Un dato seguro de los últimos días de Jesús es que fue condenado a muerte durante el reinado de Tiberio por el gobernador Poncio Pilato. Tácito, el historiador romano, lo describe así: “Jesús atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los hombres principales de entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes los habían amado no dejaron de hacerlo”. Estos datos coinciden con las fuentes cristianas que afirman que Jesús fu ejecutado en una cruz; la sentencia fue dictada por el emperador romano; hubo una acusación previa por parte de las autoridades judías; y nadie se preocupó por eliminar a sus seguidores. Esto significa que Jesús fue considerado peligroso porque, con su actuación y mensaje, denunciaba de raíz el sistema vigente.
Sin embargo, las autoridades estimaron que bastaba con eliminar al líder de aquel movimiento, pero había que hacerlo aterrorizando a sus seguidores y simpatizantes. En este sentido, nada podía ser más eficaz que su crucifixión pública ante las muchedumbres que llenaban la ciudad. Históricamente hablando, los motivos de fondo por los que sentencian a Jesús a la muerte son los siguientes: el Reino de Dios anunciado y defendido por él pone en cuestión el entramado de Roma y el sistema del templo; las autoridades judías, fieles al Dios del templo, se ven obligadas a reaccionar: Jesús estorba, invoca a Dios para defender la vida de los últimos, mientras que Caifás y los suyos lo invocan para defender los intereses del templo. Condenan a Jesús en nombre de Dios, pero, al hacerlo, están condenando al Dios del reino, el único Dios vivo en el que cree Jesús.
Lo mismo sucede con el Imperio de Roma. Jesús no ve en aquel sistema defendido por Pilato un mundo organizado según el corazón de Dios. El defiende a los más olvidados del Imperio; Pilato protege los intereses de Roma. El Dios de Jesús piensa en los últimos; los dioses del Imperio protegen la pax romana. Por tanto, Jesús es crucificado porque su actuación y su mensaje sacuden de raíz ese sistema organizado al servicio de los más poderosos del Imperio y de la religión del templo. Es Pilato quien pronuncia la sentencia (“Irás a la cruz”), pero esa pena de muerte está firmada por todos aquellos que, por razones diversas, se han resistido a la llamada a entrar en el reino de Dios.
Jon Sobrino sostiene que ante el martirio de Jesús hay dos exigencias que se hacen a todo ser humano y a todo cristiano en términos de vida o muerte. La primera, elegir entre aborrecer al hermano o amarlo, aunque en ello le vaya a uno la vida. La segunda, apostar por la esperanza o en contra de ella; aceptar el sentido último de la historia y mantenerse en el amor, o pactar con las limitaciones y absurdos de la historia. Hacer memoria de Jesús, mártir del reino de Dios, pues, nos pone en el camino del compromiso con la justicia para los crucificados de la historia, de la misericordia como reacción ante el sufrimiento humano, y la esperanza de una nueva humanidad por fin conciliada consigo misma y con la creación.