Cuando alguien dice que recordar lo crímenes del pasado es reabrir heridas, o no sabe lo que dice o simplemente exhibe, aun inconscientemente, un cinismo atroz. Decir la verdad, pedir reconocimiento formal del mérito de las víctimas es simplemente curar las heridas que permanecen abiertas. Además, casi todos los que se oponen a la supuesta reapertura de heridas son personas que viven cómodamente y no quieren salir de su comodidad, o causantes de heridas o amigos de quienes las causaron. Expertos en compadecerse de los criminales triunfantes y en olvidarse de los supuestos derrotados de la historia. Si hubieran vivido en tiempos de Jesucristo, habrían sido de los que recomendaran que no se hablara de ese galileo cuyo recuerdo, supuestamente, abría heridas de judíos y romanos.
Frente al cinismo de quienes defendieron la amnistía como la gran obra reconciliatoria de El Salvador, o de quienes pedían la derogatoria de la amnistía mientras estaban en la oposición, pero que callan ahora o rehuyen el tema, la justicia transicional se alza como un mecanismo humanista y de profunda inspiración cristiana. Se trata de escuchar la voz de la víctima, de que la escuche la gente solidaria, de que la escuche y acepte la institucionalidad estatal y de que la escuchen los mismos victimarios. No se busca castigar al verdugo, sino simplemente ayudarle a asumir su responsabilidad mientras escucha a la víctima.
En este contexto, el IDHUCA presentó recientemente una petición de derogatoria de la ley de amnistía del año 1993 y la simultánea puesta en vigor de una ley de dignificación de las víctimas que, aunque excluyera penas de cárcel, posibilite esa justicia transicional que muchos vemos como camino verdadero de reconciliación en El Salvador.
Como anticipo de lo que puede ser esa justicia transicional, el mismo IDHUCA ha abierto su segundo tribunal internacional de justicia restaurativa. En esta ocasión, ha tenido lugar en Suchitoto y se han presentado diversos alegatos. El hijo de Mario Zamora ha expuesto lo que significó para él el asesinato de su padre en 1980, con todos los detalles impactantes de ese acto atroz. Impresionaba ver a Aronette de Zamora mientras su hijo recordaba cómo ella lo había cubierto con su cuerpo, temiendo que el asesinato de su esposo se convirtiera en masacre, y cómo repercutían en el cuerpo del niño los culatazos que los criminales daban en la espalda de su madre.
Todavía más impresionante la narración de Rogelio Miranda, quien en 1983 y con nueve años de edad fue testigo y víctima de dos masacres en los cantones Copapayo y San Nicolás. Su padre, madre, tres hermanos y varios parientes más murieron en esa saga trágica en la que el batallón Atlacatl barrió con aproximadamente 160 personas. Una masacre que en su momento no fue reportada ante la Comisión de la Verdad y que se relata ahora desde el recuerdo de este campesino, entonces niño, al que le tocó ver morir a tanta gente, incluidos los que montándose en una cayuco para huir de los soldados fueron alcanzados por una granada. Sólo un herido grave, al que tuvo que dar agua en la bota de hule de uno de los asesinados, pues no encontraba otro recipiente, acompañó brevemente en su soledad a este niño salvado de milagro. Rogelio no desea venganza ni cárcel. Sólo dice que le gustaría perdonar cara a cara a quienes dispararon y mataron a su familia y a tantos otros campesinos.
El acto primordial de justicia es establecer la verdad de la dignidad de la víctima. Y que el necesario "nunca más" sea repetido, idealmente, por el verdugo y, necesariamente, por la sociedad y por el Estado, desde la escucha de los hechos reales que negaron en su momento los elementos básicos de humanidad. Hacia ahí va la justicia restaurativa y transicional. Y aunque los cínicos de las diversas especies hagan oídos sordos a lo que es una exigencia racional y humana, lo cierto seguirá siendo cierto: la ley de amnistía fue un insulto a los pobres de El Salvador y la justicia transicional puede ser una reparación adecuada tanto al insulto legal del 93 como a los terribles abusos cometidos durante la guerra civil.
Y una última cosa: las masacres de Copapayo y San Nicolás fue cometida por el batallón Atlacatl cuando todavía lo comandaba el teniente coronel Domingo Monterrosa. No es la única masacre de dicho batallón ni la única cometida mientras el oficial mentado lo comandaba. Por ello, es una vergüenza que en San Miguel siga exponiéndose en la actualidad el nombre de dicho oficial como titular de las dependencias principales de la Fuerza Armada en la ciudad. Borrar ese nombre de los muros de la institución militar es una necesidad ética y una responsabilidad de las actuales autoridades del ramo, tanto del Ministro de Defensa como del Presidente de la República y Comandante General de la Fuerza Armada.