Estamos en Semana Santa y nuestra gente sigue siendo asesinada. Tiempo de cruz de Jesús y tiempo de cruz para nuestro pueblo, que continúa contemplando el desfile de sangre y brutalidad que significan los cuarenta homicidios al año por cada cien mil habitantes. Verdadera sangría que supera en cuatro veces la tasa normal de epidemia. No se suele unir la cruz de Jesús con la muerte por asesinato, que con tanta frecuencia sacude a los países del Triángulo Norte de Centroamérica. Sin embargo, hay una relación honda, que los cristianos debemos tener en cuenta para no convertir a Jesús en una especie de mito del pasado.
La cruz de Jesús es el resultado de un juicio en el que se mezcla lo religioso y lo político. Se hacía llamar hijo de Dios, blasfemia para los judíos, y se proclamaba rey ante Pilatos, considerándose además por encima de la autoridad romana. Aunque como en todo juicio se barajaran diversas razones, lo cierto es que estaban matando a un hombre por el simple delito de ser bueno, decir la verdad y pretender impulsar un camino de bondad que chocaba con los intereses del poder de su tiempo. La razón de matarle fue en el fondo una especie de odio a lo humano de Jesús, que descubría la inhumanidad del poder tanto político como religioso de su época. Y ahí encontramos una primera coincidencia con los asesinatos que nos golpean.
Quienes matan odian lo humano de otras personas. No importa que sean mejores o peores: simplemente se las odia por constituir algún tipo de estorbo para las pretensiones, poderes o intereses de quienes deciden asesinarlos. Buenos o malos, son al final víctimas del pecado del mundo, de la fuerza bruta y la absolutización de intereses egoístas, que no vacilan a la hora de destruir lo que se les opone. No hay miramientos para lo humano ni compasión. Se odia lo humano de otros porque no coincide con el yo o con los intereses de uno o más individuos.
La cruz de Jesús es denuncia de todo acto de prepotencia humana, especialmente de todo intento de considerar la muerte como solución de conflictos. Incluso la guerra más justa, como puede ser la defensiva, contiene el horror cainita de solucionar los problemas a través de la destrucción del enemigo. Las bombas atómicas sobre Japón no tienen excusas más valederas que las que tuvo el ataque japonés a Pearl Harbor. La única diferencia es la del vencedor, que tiende a imponer su pensamiento como criterio de verdad. La destrucción de la vida no es solución a los problemas humanos, nos dice el crucificado.
Son las víctimas las que, en la medida en que sepamos mirarlas y sentir compasión auténtica, comienzan a redimirnos de la brutalidad, la injusticia e incluso la soledad. El ser humano no es un lobo para los demás hombres y mujeres de este mundo, como decía la frase latina popularizada por Thomas Hobbes, filósofo del siglo XVII. Al contrario, el ser humano es un hermano o una hermana a quien hay que amar y servir. La cruz de Jesús denuncia, en ese sentido, lo que posteriormente el poeta Antonio denominará como el entigrecimiento de los espíritus.
Pero la cruz de Jesús es también acto solidario. San Pablo habla de "la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a ustedes, se hizo pobre" (2 Cor 8, 9). Y la cruz, como la muerte, es el símbolo de la pobreza absoluta. Jesús es solidario con todos los que sufren persecución por la verdad, con todos los pobres, maltratados, esclavizados, excluidos de nuestras sociedades y condenados a la ruina. Se une a ellos en la cruz, aunque no la merezca. Y de alguna manera se solidariza también, sin ocultar la verdad de su crimen, con quienes torturan y matan, con quienes explotan y oprimen generando muerte, diciéndole con amor al Padre que los perdone, "porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34). Jesús invita de este modo a asumir la suerte de los pobres, participar pacíficamente en sus esperanzas y en sus luchas, y al mismo tiempo amar a los injustos diciéndoles la verdad de la brutalidad que cometen cada vez que desprecian, pisotean o destruyen lo humano.
Pensar la cruz de Jesús es siempre pensar la vida, pensar la esperanza que nace del amor. De ese amor tan fuerte que no puede morir, que estalla en resurrección precisamente cuando parecía que todo estaba perdido. Para nosotros los salvadoreños, es también recordar cómo esa historia de Jesús se ha repetido en tantos de nuestros mártires, solidarios con los pobres y que se han unido ya a Jesús, comenzando, como monseñor Romero, a resucitar en el pueblo bueno de El Salvador, hambriento y sediento de justicia y de paz.