En medio de la baraúnda electoral, ha quedado en segundo plano el mandato de la Sala de lo Constitucional de investigar la masacre de Tecoluca. Desde hace tiempo se nos había dicho que la ley de amnistía no protegía a los excluidos de la misma por el artículo 244 de la Constitución, ni cubría crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, la Fiscalía General de la República se negaba sistemáticamente a investigar apoyándose en esa ley o, peor todavía, en las normas sobre prescripción del delito. Cuando en todo el mundo se habla de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, en El Salvador nos saltábamos el pensamiento más abierto y humanista al respecto con tonterías teóricas, solo repetibles en nuestro pequeño y reducido patio. La muerte está tan presente en nuestro diario vivir, de la violencia al tráfico, de la contaminación al suicidio, que tendemos a cerrar los ojos, especialmente ante aquellos crímenes y delitos que incluyen a los poderes establecidos. El mandato de la Sala de investigar y resarcir a las víctimas es un avance en nuestra deshumanizada realidad.
Y es que la impunidad deshumaniza, especialmente cuando golpea a los más pobres, débiles y excluidos de una sociedad. Las masacres cometidas en El Salvador fueron, en general, asesinatos masivos de gente no solo inocente, sino buena y trabajadora. Ese tipo de gente que vive de su trabajo y que, estando en la base productiva del país, recibe menos frutos. Hoy nadie duda de que la riqueza de un país se produce con el trabajo de todos. Pero es evidente que la distribución de la riqueza es con frecuencia arbitraria y está basada en el poder del más fuerte. El grano que produce el campesino, en su viaje hacia la mesa del consumo, va cobrando más valor en cada paso, y acaba reportando finalmente más ganancia al que lo vende ya empacado o elaborado. Pues bien, este sector productor de riqueza, que simplemente reclamaba una ligera mayor participación en el fruto de su esfuerzo, fue el que sufrió masivamente las masacres. Y no solo morían los que reclamaban derechos, sino también sus niños pequeños, mujeres y ancianos, ajenos a los conflictos socioeconómicos de aquel entonces.
La sentencia de la Sala, señalando la necesidad de investigar estos crímenes, devuelve dignidad a las víctimas del pasado, a quienes los asesinos no solo mataron, sino condenaron a ser desechos arrojados al basurero del olvido. La Sala nos recuerda que los masacrados de Tecoluca son personas, seres humanos. Y con eso hacen un favor a El Salvador. Nos dicen que no podemos pretender una cohesión social, una convivencia pacífica, un bienestar social condenando a personas inocentes a ser anulados como seres humanos. Cuando algunos se rasgan hoy las vestiduras ante la brutalidad de las maras, no advierten que este fenómeno de rebeldía juvenil, a veces excesivamente violento, tiene sus raíces en el desprecio a la vida que sembraron en El Salvador no solo quienes mataban, torturaban y masacraban, sino también quienes cerraban los ojos ante esa brutalidad y pedían perdón y olvido desde posiciones de privilegio y bienestar. Afirmar, como lo hace la Sala con su sentencia, que la vida es digna, que quien la destruye debe pagar un precio, que los parientes de las víctimas tienen derecho a la verdad, que el Estado, subsidiariamente, tiene obligación de indemnizar a las víctimas cuando las masacres fueron cometidas por personas adscritas a instituciones estatales, es comenzar a darle la vuelta a nuestra historia de brutalidad y olvido. Las víctimas inocentes mantienen siempre sus derechos y el Estado debe hacer todo lo posible por reconocer su dignidad.
Las masacres son el aspecto más negativo de nuestra historia, como lo fueron los campos de concentración para Alemania o el gulag para la extinta Unión Soviética. La menor masividad de nuestras masacres no reduce la necesidad de conocer la verdad, contarla y sacar las conclusiones para el presente. Acostumbramos decir que ese tipo de crímenes son irrepetibles en el tiempo actual. Pero la brutalidad no recordada, exorcizada y sancionada siempre puede retornar, aunque de otras maneras. Y la violencia que sufrimos hoy es parte de esa herencia en la que la vida valía muy poco y en la que la muerte se ensalzaba como solución a los conflictos interpersonales y entre grupos sociales. Después de los traumas sufridos colectivamente en un país donde la vida del pobre y la vida en general no valían nada o casi nada, nuestro caminar tiene que ser al mismo tiempo fiel a la verdad, pronto a su reconocimiento y dispuesto a prevenir todo lo que pueda ser causa de violencia. La poca insistencia en los aspectos de prevención, y la rapidez con que algunos apuestan por la mano dura, no es más que el reflejo del desprecio a la vida y una reacción salvaje contra la brutalidad. Sean funcionarios, analistas o presidentes de la república, los que hablan de mano dura no ofrecen más que una imagen maquillada de la misma brutalidad que quieren combatir. Piensan, al final, que con violencia se termina la violencia, sin darse cuenta de que la violencia, cuando se desata como solución de problemas sociales, acaba siendo siempre propiciadora de nuevas violencias.