La lucha contra la corrupción, que “apenas comienza”, es muy similar a la librada contra las pandillas. Las dos son disparatadas. Las dos comenzaron tardíamente y por casualidad. Si las recién pasadas fiestas de agosto fueron “las más seguras de la historia”, el régimen de excepción ha cumplido su cometido. La guerra contra la corrupción enfiló al primer presidente de Arena. Aun cuando existen hechos para iniciar una investigación fiscal, el motivo es exclusivamente político. Muchos otros políticos y empresarios poseen bienes mal habidos, de los cuales, por coherencia, debieran también dar cuentas. Después de un compás de espera, la guerra reinició su actividad. Esta vez el blanco fue un asesor de seguridad de Bukele y varios diputados. Si fuera auténtica, debió haber comenzado al día siguiente de la toma de posesión de Bukele y este se habría esmerado en rendir cuentas de su gestión, no habría dado tregua a los corruptos anteriores ni tolerado la podredumbre actual.
Las acusaciones contra los nuevos objetivos son rocambolescas. Un doble agente en el seno del organismo de inteligencia estatal, que habría filtrado información al primer presidente del FMLN, a periodistas críticos y a varios extranjeros, deja muy mal parado a los operadores de la seguridad nacional. El doble agente es “descubierto” por denunciar a un diputado oficialista de traficar drogas. Limitación similar se observa en la primera guerra. La dictadura canta victoria, pero mantiene el régimen de excepción. Alega la existencia de “terroristas” debajo de las piedras, pero no sabe cuántos son ni bajo qué piedras se ocultan. Tampoco tiene claridad sobre la cantidad de homicidios. La excepción camina a ciegas. En un país tan seguro como el de Bukele, los portones de las colonias que impiden el libre paso debieran caer. Ese país ni siquiera es el más seguro del continente, sino el cuarto, después de Chile, Nicaragua y Paraguay.
El pecado capital del asesor de seguridad consistió en acusar públicamente a un traficante en medio de la lucha de poder desatada en el seno del oficialismo entre los elegidos y los descartados de las listas electorales. La “traición”, por tanto, no es desinteresada. Una vez en las redes digitales, la maquinaria de Bukele se lanzó contra el asesor, el diputado acusado y sus cómplices, quienes fueron defenestrados de forma expedita y cuya condena es cosa hecha. El delito era materia de seguridad nacional, porque cuestiona la integridad presidencial. La información no es infundada. El mismo Bukele acepta que el señalamiento está respaldado por pruebas fehacientes. Es claro que este vigila de cerca a sus colaboradores y está al tanto de sus tropelías, pero las oculta y las usa para intimidar. La “traición” consiste en denunciar un delito sin autorización, un privilegio presidencial.
Las luchas de poder han revuelto las aguas aparentemente tranquilas del oficialismo. Los descartados se han encontrado inesperadamente con su carrera truncada. Asumieron gratuitamente que la incondicionalidad los hacía inamovibles. El ensueño termina antes de lo esperado. El descontento ha echado a correr rumores de fraude en las elecciones internas, de conspiraciones y de compra de voluntades. Al parecer, ha llegado la hora para que algunos incondicionales experimenten en carne propia la arbitrariedad de la dictadura. Se entregaron a ella en cuerpo y alma, pero ahora aquella los descarta como basura. Es la misma experiencia de los miles de inocentes que la excepción se ha llevado por delante.
El enrarecimiento del ambiente en las filas del oficialismo es propicio para nuevas revelaciones. La audacia del asesor caído en desgracia indica que en las entrañas de Casa Presidencial existen otros expedientes similares. Bukele ya no solo tiene que lidiar con los defensores de los derechos humanos y la prensa crítica, sino también con las corrientes subterráneas que amenazan su poderío. El asesor, aunque detenido, es un peligro por la información que posee. No sería extraño que otros funcionarios descartados comenzaran a contar sus propias historias. Rodarán cabezas, pero el daño ya estará hecho.
Bukele tiene razón al afirmar que en cuestiones de corrupción “aún hay mucha tela que cortar”. No será él quien la corte. No puede cortar sin renunciar a sus ambiciones de fama y poder. Su fiscal, tan seguro de sí mismo, no ha investigado aún los fraudes cometidos durante la pandemia. El último conocido es de más de 16 millones de dólares, empleados para adquirir medicamento adulterado y equipo inadecuado. Algunas de las estafas más voluminosas y los timadores son de dominio público, excepto para quienes están obligados a “cortar esa tela”. Habrá, pues, que esperar a alguien más para enderezar la honestidad pública. Uno independiente, incorruptible y valiente.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.