Por mucho que se repita que en la Jornada Mundial de la Juventud los protagonistas son los jóvenes, esto no se termina de creer; sobre todo cuando observamos a esas muchedumbres juveniles más involucradas en aspectos logísticos que en hacer sentir su palabra sobre sus propias realidades, esperanzas, gozos, necesidades y angustias. Asisten a esos eventos para ser enseñados, adoctrinados, amonestados, animados, exhortados; es decir, predomina la actitud pasiva sobre la activa. Por eso está claro lo que el Papa espera de los jóvenes: que pongan a Cristo en el centro de su vida; que lo sigan en el seno de la Iglesia; que no cedan a la tentación de vivir la fe según la mentalidad individualista; que no tengan miedo al mundo, ni al futuro, ni a la propia debilidad; que pidan a Dios que les ayude a descubrir su vocación en la sociedad y en la Iglesia; que amen a la Iglesia, porque los ha engendrado en la fe y los ha ayudado a conocer mejor a Cristo; que reconozcan la importancia de la inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como de la participación en la eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.
Esas, entre otras, son las expectativas que tiene el Papa sobre la juventud. Pero muy poco o nada sabemos de lo que los jóvenes —al menos los que directamente participaron en el evento— esperan de la Iglesia, los Gobiernos, los políticos, los que dirigen la economía del mundo. Sí sabemos las posiciones que los jóvenes del movimiento de los indignados o de los grupos prolaicismo mantuvieron antes, durante y después de las Jornada: unos denunciaban el despilfarro que implicó el acontecimiento y otros, la subordinación del poder civil al poder religioso en un Estado estrictamente laico.
Ahora bien, para saber escuchar las voces de los jóvenes se requiere un modo de ser Iglesia: más madre que maestra, más samaritana que moralista, más sencilla que espectacular. En el documento sobre los jóvenes de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, encontramos una visión que corresponde a ese modo de ser, que sigue siendo actual, y que puede ser muy útil para la alta jerarquía de la Iglesia al momento de responder a los desafíos que representa este grupo cada vez más grande. En el documento se afirma que "sin desconocer el significado de las acciones masivas entre los jóvenes, el excesivo valor que la jerarquía otorga a veces a sus resultados (cuya importancia es sobre todo numérica) dificulta la tarea de aquellos movimientos educativos y apostólicos que se esfuerzan por una presencia de fermento e irradiación" (Medellín, 5, 7). Asimismo, propone a los ministros de la Iglesia un diálogo sincero y permanente con la juventud, tanto la que forma parte de movimientos organizados, como la de sectores no organizados (5, 14).
Y sobre todo les hace a las autoridades eclesiásticas tres recomendaciones fundamentales que, a nuestro juicio, hoy son más que necesarias. La primera, "que se presente cada vez más nítido el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres" (5, 15a). La segunda, "que la predicación, los escritos pastorales y, en general, el lenguaje de la Iglesia sean simples y actuales, teniendo en cuenta la vida real de los hombres de nuestro tiempo" (5, 15b). Y finalmente, "que se viva en la Iglesia, en todos los niveles, un sentido de autoridad, con carácter de servicio, exento de autoritarismo" (5, 15c).
Estas actitudes no solo son condición de posibilidad para acompañar los procesos de tantos jóvenes, sino también para dejarse empapar e interpelar por lo que esos mismos jóvenes dicen de sí mismos, de la Iglesia, del mundo que compartimos y del futuro del que todos somos responsables. Unicef ha recordado recientemente en su publicación principal, el Estado Mundial de la Infancia 2011, que los jóvenes de hoy se enfrentan a un mundo cada vez más incierto, donde el cambio climático, la urbanización rápida, la recesión económica y el aumento del desempleo plantean desafíos sin precedentes. Hay 1.2 millones de adolescentes en todo el mundo. Nueve de cada diez de estos jóvenes viven en un país en desarrollo (o empobrecido). Millones de ellos se ven privados de sus derechos básicos a la salud y la educación, y se ven expuestos a abusos y explotación. De ahí el desafío común de convertir esta edad vulnerable en una época de oportunidades.
La fiesta, el entusiasmo y el impacto de las grandes concentraciones de la Jornada Mundial de la Juventud ya pasaron, dejaron de ser noticia mundial; ahora viene el tiempo del compromiso y la responsabilidad con los desafíos que plantea la realidad de los jóvenes (creyentes y no creyentes, de los países pobres y de los países ricos); viene el tiempo de lo no espectacular y lo oculto. Para la Iglesia, es el tiempo de ser fermento en la línea de las recomendaciones de Medellín que antes señalamos. Una tarea ciertamente no espectacular, pero de gran valor para la realidad humana y cristiana.