Los mil días sin homicidios es simple publicidad presidencial. No informa, mucho menos analiza. Esta publicidad, como cualquier otra, incita a consumir la figura cosificada del inquilino de Casa Presidencial. La calidad del producto ofertado es irrelevante. La propaganda busca reforzar en las masas consumidoras la convicción de que la calidad del producto que adquieren está garantizada y no tiene fecha de vencimiento.
Al igual que buena parte de la publicidad, esta también es engañosa. La caída de los homicidios es incuestionable, pero eso no da pie para proclamar mil días limpios. En primer lugar, no hay manera de verificarlo por falta de información confiable. Los datos difundidos por la Policía, la Fiscalía, Medicina Legal y la misma Casa Presidencial son inconsistentes. Estas dependencias no se han tomado la molestia de cotejar y depurar los datos. El vacío es curioso, porque el respaldo de un registro riguroso otorgaría credibilidad al eslogan publicitario. Bukele tendría razón sólida para enorgullecerse del éxito de su política de seguridad. Los mil días son una consigna para reafirmar la lealtad de los creyentes.
En segundo lugar, y más importante, el registro presidencial de los homicidios es selectivo. Solo incluye los asesinatos atribuibles a los pandilleros. Excluye los muertos en supuestos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, los prisioneros fallecidos por falta de asistencia médica, las muertes violentas ocurridas en las cárceles —aun cuando los cadáveres salen con señales de tortura—, los sepultados clandestinamente, los desaparecidos, los homicidios comunes y los feminicidios. Antes de los mil días, se registraba un promedio de seis homicidios diarios, sin contar los cometidos por los pandilleros. Por tanto, en la actualidad, es probable que el promedio sea de dos o tres homicidios al día.
Además de registrar solo los homicidios cometidos por los pandilleros, el eslogan es menos impresionante de lo que parece. Los mil días no son consecutivos y ni siquiera comprenden la mitad de los días que Bukele ha detentado el poder total. La consigna solo incluye mil días de más de dos mil doscientos. Los policías y los soldados no “arriesgaron su vida para que, al fin, podamos vivir en paz de verdad”, porque los pandilleros se entregaron sin luchar. La amenaza de no tolerar “ni el más mínimo delito” es otra licencia publicitaria. La intolerancia se aplica a los adversarios y los desamparados.
Por alguna razón desconocida, Bukele renunció a conmemorar el “hito histórico” de los mil días en cadena nacional. Casa Presidencial se contentó con el eco de las cuentas en redes digitales de los funcionarios. Bukele dijo que hablaría sobre “lo que nuestro país ha vivido y sobre las fuerzas que intentaron impedir que llegáramos hasta aquí”, pero luego se olvidó del tema. La omisión es llamativa, porque conoce bien el terreno. Por otro lado, hubiera sido interesante conocer de primera mano la identidad y las maniobras de esas fuerzas que intentaron frenar la erradicación de las pandillas. A falta de una explicación oficial, se puede conjeturar que el obstáculo no era otro que la institucionalidad del Estado democrático. Una justificación explícita de la dictadura. La aprobación popular del régimen de excepción no lo legitima ni jurídica, ni humanamente.
Mucho menos el Dios de Jesucristo, en quien Bukele se ampara. Dios no instrumentaliza a los seres humanos para obligarlos a cumplir su voluntad, tal como sostiene Bukele, en un atrevido intento por justificar la violencia represiva. Dios llama y envía a sus elegidos a denunciar la injusticia y la opresión, el pecado del mundo, y a anunciar su reinado, basado en la verdad, el derecho y la justicia. El éxito de la misión depende de la fidelidad del enviado.
Por otro lado, si Dios estuviera relacionado directamente con los mil días, los homicidios y toda forma de violencia habrían desaparecido por completo. Responsabilizarlo de una obra tan defectuosa como la realizada por el régimen de excepción es insultar su providencia. Y, a juzgar por los resultados, si Bukele fuera su instrumento, como alega, su obediencia a la voluntad de Dios no es la de un enviado celoso y fiel.
La paz implantada no es la de Dios, sino la de Bukele. Más que paz es la tranquilidad del miedo y la violencia, impuesta por sus asesores y sus agentes. La calma es aparente. Ni siquiera sus asesores más cercanos están seguros. Si por algún motivo caen en desgracia, son defenestrados sin piedad. Los ocho funcionarios muertos, incluido el jefe de la Policía, en el helicóptero siniestrado hace un año en circunstancias aún no esclarecidas, no dejan de ser inquietantes.
La arbitrariedad, la injusticia y la violencia son contrarias a la voluntad de Dios. Responsabilizarlo de la injusticia masiva que mantiene encarcelados en condiciones inhumanas a miles de inocentes para justificar la justicia a los pandilleros es blasfemo. Dios quiere que el pueblo disperso, dividido y violento se transforme en otro reconciliado, solidario y fraterno. Dios quiere que el ser humano viva, en especial, los pobres, como bien dijo monseñor Romero.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.