La política de seguridad actual en El Salvador es brutal, alejada y contraria a la Constitución y a la jurisprudencia interna, ajena a los estándares internacionales y violatoria de derechos humanos. Además, no hay institución ni persona alguna capaz de ejercer sobre ella un control independiente.
Es cierto que las comunidades pueden organizarse para una mejor convivencia, prevenir el delito, mantenerse en comunicación constante para cuidar los espacios y solicitar coordinadamente a las autoridades competentes el mantenimiento de calles, instalación de escuelas, unidades de salud, presencia policial permanente o la construcción de infraestructuras en la zona. Pero estas actividades no sustituyen el deber estatal de ejercer control sobre cada parte del territorio del país y asegurar que cada uno de sus habitantes disponga de trabajo, salud, educación, vivienda, seguridad, propiedad, libertad y todos los derechos contemplados en la Constitución. Cuando el Estado abandona los territorios y se desentiende de sus pobladores, es muy probable que las estructuras criminales ejerzan controles y hagan difícil la tranquilidad en la colectividad.
A pocas horas de cumplir el mandato de nueve años, los miembros de la Sala de lo Constitucional deliberamos y sentenciamos un caso que nos comprometimos a no dejar inconcluso: la situación de los desplazados a causa de la violencia generada por las pandillas. En concreto, se trató de una demanda de amparo interpuesta por varias familias, quienes reclamaron al Estado por no garantizarles sus derechos a la seguridad material, a la protección familiar, a las libertades de circulación y residencia, y a la propiedad. Los hechos relatados por los demandantes reflejaron el poder y el control territorial de las estructuras criminales, quienes golpearon a varios miembros de las familias, les obligaron a desnudarse buscando tatuajes de la pandilla contraria, realizaron agresiones a menores, les amenazaron con matarlos, les exigieron dinero y les ordenaron dejar sus viviendas en cuestión de horas. Las familias no tuvieron más opción que abandonarlo todo y buscar refugio en otras zonas del país.
En aquel entonces, el gobierno central de turno no reconocía abiertamente la existencia del fenómeno del desplazamiento forzado y en las audiencias otorgadas para defenderse de los señalamientos dentro del proceso, todas las autoridades demandadas (Asamblea Legislativa, Policía Nacional Civil, Fiscalía General de la República, Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, y Comisión Coordinadora del Sector Justicia de la Unidad Técnica Ejecutiva) negaron las violaciones constitucionales y adujeron la realización de algunos actos destinados a la protección de las personas frente al accionar delincuencial, tales como asignar claves a las víctimas en los procesos administrativos para reservar sus identidades, ofrecer protección física a los demandantes, aprobar el programa “Plan El Salvador Seguro” y emitir normas como la Ley Especial de Protección de Víctimas y Testigos. Pero esas acciones fueron insuficientes para frenar la violencia cruel y despiadada de los pandilleros.
Frente a estas realidades, en el proceso constitucional quedaron reforzados los hechos que ya eran notorios: las maras o pandillas ejercían control total en diferentes zonas geográficas y en sus habitantes; las omisiones estatales permitieron o facilitaron la expansión de las estructuras criminales y la diversificación delictiva; y sus ataques eran sistemáticos y generaban terror en la población, lo que obligaba a muchas personas a dejar sus trabajos, estudios, bienes materiales, amistades y sus arraigos. Algunas personas tenían la opción de migrar a causa de la violencia y de acceder a protección internacional en sus nuevos destinos, mientras que otras se vieron obligadas a desplazamientos internos.
Es responsabilidad del Estado garantizar a los habitantes el disfrute de los derechos reclamados por los demandantes; la protección de esos derechos no debe ser trasladada ni delegada a nadie más. El auténtico combate del fenómeno de la violencia, el compromiso del Estado como rector de las políticas públicas y, en definitiva, la recuperación de territorios implica, en primer lugar, crear condiciones para el fomento de empleo que permita a las personas y a las familias vivir con dignidad, garantice estabilidad laboral y un salario suficiente para cubrir las necesidades. En segundo lugar, articular una estrategia intensa que facilite la educación formal gratuita de los niños, niñas y adolescentes, la creación de escuelas en condiciones adecuadas, la contratación de maestros y maestras en cantidad suficiente y la enseñanza de buena calidad. En tercer lugar, construir zonas de esparcimiento sano, como parques, espacios para la práctica de deportes, cine, teatro, grupos de lectura y aprendizajes de oficios. En cuarto lugar, proveer servicios de salud de fácil acceso, infraestructura adecuada, personal médico suficiente, con medicamentos disponibles y apropiados para las enfermedades.
En la sentencia se estableció que la recuperación de los territorios debe ir acompañada de medidas de prevención y control del fenómeno de la violencia. Por ello, se le encomendó al presidente de la República involucrar en esa misión a los ministerios de Justicia y Seguridad Pública, de Educación, de Salud y de Hacienda, a la PNC y a la oficina de Inclusión Social, para que todos de manera coordinada implementaran las políticas orientadas a prevenir y controlar la violencia derivada de estructuras criminales. Asimismo, se impuso el deber de destinar presupuestos específicos para alcanzar progresivamente tales objetivos.
Ni en la sentencia, ni en las deliberaciones que la precedieron se contempló la idea de que la recuperación de los territorios significaba la militarización de las comunidades. La historia de nuestro país ha demostrado que el Ejército carece de la preparación necesaria para prevenir e investigar el delito; su entrenamiento está orientado a la eliminación del “enemigo”, puesto que ha sido concebido para defender la soberanía del Estado y la integridad del territorio, de acuerdo con nuestra Constitución. Además, los uniformes militares, las tanquetas y las armas de guerra no generan sensación de seguridad ni de paz dentro de la población.
El control territorial se ha desnaturalizado por el reparto de competencias paralegales —verbales y tácitas— al Ejército y a la Policía para que efectúen allanamientos ilegales en los domicilios, interroguen de modo intimidatorio a la población, invadan el derecho a la intimidad mediante revisiones arbitrarias de los teléfonos celulares e incursionen ámbitos privados que solo deberían ser limitados por una orden judicial. Se ha amplificado la facultad para detener a cualquier persona y en algunas actas policiales suele aparecer que el detenido ha sido señalado por una llamada anónima, o por la “voz pública”, como miembro o colaborador de pandilla. En muchos casos, las capturas se realizan sin investigaciones previas, objetivas, verificables y razonables.
Lo anterior ha estado acompañado por un régimen de excepción que suspende garantías constitucionales, fiscales y jueces que no son independientes, y un conjunto de reformas a las leyes penales que permiten el juzgamiento por jueces y juezas sin rostro o con identidad reservada. Asimismo, se ha extendido la validez de los testimonios de referencia (esos policías que recibieron llamadas anónimas o escucharon de la voz pública el señalamiento) y se han devaluado las garantías judiciales, como el debido proceso y el derecho a la defensa.
Ante ello, es indispensable fortalecer el Estado de derecho, respetar la independencia de los poderes públicos, reconocer los límites de las competencias institucionales y autocontenerse. Se requiere que las leyes sean discutidas en el seno de la Asamblea Legislativa, pero también se necesita una Sala de lo Constitucional capaz de declarar la inconstitucionalidad de una ley, aunque haya sido aprobada y sancionada por consenso. Esos jueces constitucionales pueden invalidar elecciones de funcionarios por sus vínculos políticos partidarios; frenar las autorizaciones al Ejecutivo para endeudamientos públicos; limitar las actuaciones de la Fuerza Armada o detener autorizaciones administrativas que causen o puedan causar impacto negativo al medioambiente.
Para cualquier gobernante de nuestra región latinoamericana cuyo país tenga características similares a las de El Salvador, el mayor desafío es combatir eficazmente el crimen con métodos modernos y científicos, y a la vez ser respetuoso de los derechos humanos y asegurar a toda persona acusada de un delito las garantías judiciales conforme a los estándares internacionales. El radicalismo exacerbado, el control total de las instituciones y la imposición de la fuerza bruta instrumentalizando a todo el aparato estatal parece ser la vía más fácil para alcanzar la popularidad, sobre todo cuando es acompañado de abundante propaganda que enfoca la figura del presidente y oculta las precarias condiciones de los derechos sociales y culturales, como la salud, la educación, el trabajo y la seguridad social. Son estas señales inequívocas de que se está muy lejos de prevenir desde la raíz y para siempre la violencia extrema.
* Sidney Blanco, exmagistrado de la Sala de lo Constitucional y docente.