El próximo 10 de diciembre es el Día Internacional de los Derechos Humanos. Su origen se remonta a 1950, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas invitó a todos los Estados y organizaciones interesadas a que se dedicara ese día a conmemorar la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, suscrita en 1948. Por tanto, estamos prontos a cumplir 62 años de esa importante fecha. La Declaración y sus antecedentes históricos (las declaraciones que surgieron con la Revolución Norteamericana de 1776 y la Revolución Francesa de1789) marcan en la historia un sendero de lucha contra la prepotencia, la arbitrariedad, el abuso y la injusticia de los poderosos.
Pero la conmemoración de este año está precedida por otro hecho histórico que ha pasado más o menos desapercibido por la mayoría de medios de comunicación del país. Nos referimos a la resolución de las Naciones Unidas del 11 de noviembre, por la cual se proclamó el 24 de marzo "Día Internacional por el Derecho a la Verdad, en relación con Violaciones graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas". Y ello en honor a monseñor Óscar Romero, quien —por fin— ha sido reconocido por la ONU como un referente universal de lucha por los derechos humanos. Sin embargo, no debemos olvidar que la universalidad de Romero es resultado de una defensa histórica concreta: la de las víctimas de El Salvador que se producían en su momento.
En efecto, la visión y posición de monseñor Romero con respecto a los derechos humanos estuvo configurada cuando menos por tres realidades específicas: una situación de agravio (opresión y represión históricas), su fe cristiana (de la que se nutre su utopía y denuncia) y una práctica inspirada en esa fe (su reacción ante el sufrimiento de las víctimas). Monseñor Romero constató que los derechos de los pobres eran estructural e institucionalmente violados a causa de la injusticia social y de la represión. Ante esa realidad, que calificó de "desorden espantoso", consideraba que la Iglesia traicionaría su amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejaba de ser defensora de los derechos de los pobres.
En coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió a las víctimas de la opresión y la represión; y lo hizo de una forma sorprendentemente humanizadora: los defendió con misericordia ("Me duele mucho el alma de saber cómo se tortura a nuestra gente, de saber cómo se atropellan los derechos de la imagen de Dios"); con verdad ("Queremos ser la voz de lo que no tienen voz para gritar contra tanto atropello de los derechos humanos"); y con solidaridad ("Un bienestar personal, una seguridad de mi vida no me interesa mientras mire en mi pueblo un sistema económico, social y político que tiende cada vez más a abrir esas diferencias sociales").
Monseñor Romero buscó y comunicó la verdad frente a lo que la impedía, es decir, frente al ocultamiento de la realidad de las mayorías, el cierre de espacios a las voces críticas o populares, y la manipulación de la noticia en los grandes medios de comunicación. En ese contexto, monseñor Romero proclamó: "Todo está comprado, está amañado y no se dice la verdad"; "La verdad está esclavizada bajo los intereses de la riqueza y el poder"; "Vivimos una hora de lucha entre la verdad y la mentira". Su opción ante esa realidad fue comunicar la verdad de lo que ocurría en el país, ser voz de los que eran silenciados y desarrollar conciencia crítica en la sociedad salvadoreña.
Ignacio Ellacuría planteó en uno de sus escritos que los derechos humanos pueden y deben alcanzar una perspectiva y validez universal, pero que esto no se logrará si no se tiene en cuenta el desde dónde se consideran y el para quién y para qué se proclaman. En consecuencia, añadía, hay que tener claro y hacer explícito ese desde y ese para. En monseñor Romero ambas cosas estaban sumamente claras: no fue un defensor de derechos genéricos y universales, sino de derechos concretos que estaban siendo violentados. Sin ambigüedades, afirmaba: "En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político, la Iglesia se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa. No puede ser de otra manera, pues recuerda a aquel Jesús que se compadecía de las muchedumbres. Por defender al pobre ha entrado en graves conflictos con las poderosas oligarquías económicas y poderes políticos y militares del Estado". Su defensa y lucha por los derechos humanos no era abstracta y ahistórica; era defensa del débil contra el fuerte. Y lo hacía desde su fe en un Dios que se ha revelado como protector y defensor del huérfano, la viuda, el emigrante y el pobre; un Dios que se enfrenta a los gobernantes para exigirles que "hagan justicia al que sufre y al pobre" (Salmo 82).
En el Día Internacional de los Derechos Humanos, necesario, justo y bueno es dejarnos animar e inspirar por personas como monseñor Romero, un ejemplar defensor de los derechos de los pobres hasta llegar al martirio.