Cuando la gente oye hablar de reforma fiscal se asusta. Y con razón, pues piensa automáticamente en el encarecimiento de los productos de consumo. Ha sido la tradición en El Salvador, donde los sucesivos cambios impositivos han golpeado más duramente a ese 80% de la población que, según cálculos del PNUD, vive en situación vulnerable o en pobreza. Sin embargo, se puede hacer una reforma fiscal en favor de la mayoría, o incluso de todos. Aunque inicialmente se grave más a los ricos, el hecho de invertir más en la gente en necesidad mejora la productividad, los salarios y el consumo, así como evita los terribles gastos que genera la violencia. Aun los ricos, con un mayor impuesto a su renta y nuevos tributos al patrimonio y predial, si actúan con inteligencia y creatividad, verán en el mediano y largo plazo crecer el ingreso de sus empresas. Más cultura, mejores salarios y trabajo de mayor calidad acaban siempre beneficiando al mundo de los negocios.
Pero la reforma fiscal no es solamente un paso necesario para el desarrollo económico. Es sobre todo una necesidad para construir un país en paz, con justicia social y con respeto a la dignidad de todas las personas que lo habitan. Los problemas que nos afectan necesitan, para solucionarlos, mayor inversión en la gente. Los planes El Salvador Seguro y El Salvador Educado calcularon unos montos de inversión que consideraban necesarios tanto para enfrentar con éxito la inseguridad como para emprender una reforma educativa que nos ponga en diez años a nivel de país desarrollado en el campo del conocimiento. Lo que finalmente se invirtió en ambos rubros, tan cruciales para el desarrollo, fue ridículo en comparación con los cálculos realizados. Creer que podemos superar el problema de la violencia sin invertir más en la gente o que podemos llegar al desarrollo equitativo graduando de bachillerato solamente al 40% de nuestros jóvenes es una ilusión absolutamente desligada de la realidad.
Es evidente que no basta con una reforma fiscal para acceder al desarrollo. Como también es cierto que no saldremos de nuestros problemas recogiendo menos impuestos que el promedio latinoamericano o muy por debajo que países desarrollados. Los esfuerzos por formalizar el trabajo informal llevan tiempo e imaginación. La lucha contra la corrupción en el Estado y contra la evasión fiscal, que es otra forma de corrupción, tiene que mejorar sustancialmente. La inversión en la primera infancia debe sistematizarse y ampliarse bastante más de lo que tenemos en la actualidad. No digamos el sistema de salud, en el que los pobres y vulnerables están condenados a una especie de apartheid hospitalario. Pero de eso se trata: una reforma fiscal debe ir acompañada de un proceso de reforma estructural bien diseñado y adecuadamente trabajado en temas básicos de derechos universales.
Un IVA diferenciado que grave más al lujo, una impuesto sobre la renta que toque a las ganancias más altas, los impuestos predial y sobre el patrimonio son medidas lógicas que solo la presión y el poder político de unos pocos han logrado evitar en El Salvador. No deja de ser impresionante que los diputados, algunos con ingresos equivalentes a veinte veces el salario mínimo, pagados fundamentalmente con los impuestos de los pobres y vulnerables, no tomen con interés el tema de la reforma fiscal. Es un tema de justicia básica, no de opción política. Y ya que tanto desean interpretar literalmente la Constitución, no sería malo que leyeran varias veces la exigencia constitucional de que el Estado brinde a la ciudadanía bienestar económico y justicia social. Permanecer en la situación fiscal en la que estamos es estancarnos. Los discursos sobre emprendedurismo, creatividad y libertad económica son buenos. Pero sin una reforma fiscal, serán palabras que se lleva el viento.
* José María Tojeira, director del Idhuca.