En muchas personas permanece el recuerdo de las viejas utopías que pregonaban la igualdad y la convivencia en justicia y paz, no de las utopías que se establecían como absolutos y que podían convertirse en dueños de vida o muerte de las personas, según fueran o no fieles a su pensamiento. Hay en el país y en muchas personas una verdadera nostalgia de la política como camino realista hacia el bien común. Un bien común que solo puede establecerse desde la opción por los más pobres y desprotegidos de nuestra población. En la actualidad, cuando la política se ha convertido en el arte de la apariencia y de la fascinación mediática, o cuando la oposición se centra casi exclusivamente en la crítica del poder sin tener claro el tipo de sociedad que necesitamos, la gente añora a personas como Mons. Romero o al P. Ellacuría. Romero como padre de los pobres y defensor incansable y radical de sus derechos, y Ellacuría como el que nos ayudaba a vislumbrar una sociedad en la que el trabajo, no el capital, fuera la base de la estructuración social. Un trabajo, decía, que fuera al mismo tiempo creador de riqueza y fuente de autorrealización personal, capaz de satisfacer las necesidades humanas y contribuir al desarrollo social de todos.
Las urgencias políticas son siempre malas consejeras y llevan a repetir los errores del pasado. Tener claridad en lo que se quiere a largo plazo es lo único que contribuye a que los cambios sociales sean duraderos. Podemos ser hábiles en la crítica, en las tácticas o estrategias de discusión y debate, pero con demasiada frecuencia somos imprecisos y perezosos para pensar el futuro. Algo así como si creyéramos que basta con conseguir el poder político para arreglar después todo. Ha sido ese el error del pasado y el que ha llevado a nuevas generaciones a creer que pueden controlar el poder político desde el odio a un pasado deficiente, desde la creación de futuros virtuales y desde soluciones temporales a problemas graves, mezcladas con espectáculo, arbitrariedad y abuso.
Frente a esto es indispensable tener claro el tipo de sociedad que queremos. La política es un instrumento para el bien común. Pero el bien común hay que diseñarlo desde las necesidades concretas de la gente. Nuestros trabajadores informales no deben vivir en la pobreza o con miedo a no tener recursos para comer o para mantener una familia. Las mujeres dedicadas al cuido del hogar deben vivir en una sociedad que sea igual de buena para ellas que para las o los gerentes de un banco. Los niños del campo y de las zonas marginales deben tener el mismo acceso a una educación de calidad que la que tienen los que viven en los nuevos y caros apartamentos de edificios de lujo. El camionero y el cobrador de buses tienen derecho a las mismas prestaciones sociales que un médico; y los recogedores de basura de las municipalidades deben tener el mismo acceso al bienestar y los mismos beneficios laborales que los alcaldes.
Si no construimos una sociedad mucho más igualitaria que la actual, los problemas continuarán variando coyunturalmente, pero partirán siempre de las mismas raíces. Tener un proyecto político y de desarrollo social factible y solidario debe ser pensado antes de acceder al poder. Y no pensado en general, sino en concreto desde el campo del salario, de la seguridad social, del trabajo, de la educación y de los derechos paritarios de la mujer. La nostalgia política puede ser que no lleve muy lejos, pero al menos nos recuerda que otro El Salvador es posible y que solamente teniendo proyectos políticos y de desarrollo social claros podremos construir un futuro mejor.