"Increíble, pero parece que unos usan el hígado y no el cerebro para opinar. Ayer tuve más miedo de los ‘buenos ciudadanos’, que festejaron la muerte, que de los delincuentes, pues de estos últimos ya sé qué esperar, pero de los otros no". Encontrar esa voz entre tantas que han celebrado las dantescas escenas en el penal de Comayagua, Honduras, mantiene la fe en la humanidad y sus valores; invita a seguir creyendo que, como canta Fito, "no todo está perdido", pues siempre habrá quien aún esté dispuesto a ofrecer su corazón. Pero también señala, como dedo flamígero, realidades y responsabilidades: las de países como Guatemala, Honduras y El Salvador, con sistemas que imparten injusticia pronta y cumplida, perjudicial para sus mayorías populares, pero ventajosa para sus impunes minorías delincuenciales de altos vuelos.
¿Quiénes sobreviven y mueren en las infernales cárceles de nuestros países? ¿Los delincuentes de cuello blanco? ¿Los responsables de graves violaciones de derechos humanos, delitos contra la humanidad, y los criminales de guerra? ¿Los capos mafiosos? ¿Los que defraudaron y defraudan las arcas estatales? ¿Los que destruyen la naturaleza para su beneficio particular y los que dan el permiso para hacerlo, también en provecho propio?
Las prisiones del triángulo norte centroamericano están llenas de gente pobre, en su mayoría. Ladrones de a pie por necesidad, criminales muy peligrosos, delincuentes con posibilidades de ser rehabilitados, presos sin condena e inocentes condenados... todos mezclados y metidos en lo que un funcionario del Gobierno calificó como "escusado". Hubert Lanssiers, cura belga y pastor en las prisiones peruanas, lo dice con mucho acierto: "Hundir a una persona en una cloaca con la esperanza de limpiarla constituye un procedimiento interesante, pero poco eficaz. Sin embargo, es más o menos lo que se hace".
"¿Cuántos metros cúbicos —preguntaba el ya fallecido Lanssiers— tendrá la celda de un inocente? ¿Una docena?". "Es asombroso —meditaba este sacerdote— cómo un espacio tan reducido puede contener tanta pena". En El Salvador hay que formularle la misma interrogante a esos "buenos" que capturan a los "malos", pero sin esperar respuesta. Porque es impensable cómo pueden "vivir" y "rehabilitarse" cerca de veinticinco mil personas en un espacio para poco más de ocho mil. Allí también hay seres humanos inocentes; allí están, y eso debería producirle a nuestra sociedad harta pena y más vergüenza; allí permanecen, en medio de la posibilidad cierta de degradarse o de morir.
Ese es el sistema penitenciario nacional existente, un "escusado" o una "cloaca" donde la rehabilitación es quimera inalcanzable o sueño teórico de expertos. En ese reino de la selva viven bien los más fuertes, los sanguinarios, los mafiosos... Allí se producen múltiples violaciones de derechos humanos en perjuicio de la población privada de libertad, pero también de la sociedad entera al no cumplir con su misión constitucional. Según ese amable texto, el Estado debe organizarlo de tal manera que sirva para "corregir a los delincuentes, educarlos y formarles hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de los delitos".
Esa "cloaca" necesita con urgencia una cirugía mayor, un tratamiento de choque. Pero de nada servirá si fuera de ella, los "buenos", en los más altos puestos, se coordinan para planificar la nueva guerra y hacinar más las cárceles; si siguen haciendo mal las cosas. Con sus torpezas —conscientes o inconscientes— provocarán que en la sociedad sean más y más fuertes las voces clamando venganza ciega, fuego abrasador y arrasador, puños de hierro... patadas de ahogado. De nada servirá limpiar ese "escusado" si la injusticia sigue siendo la norma del sistema judicial. Un sistema al que le viene como anillo al dedo una de las sentencias del citado cura belga: "No hay un criminal que sea químicamente puro. Todo hombre tiene dignidad, aunque a veces hacemos todo lo posible por suprimirla".