Tenemos que "cambiar nuestra mente, nuestras ideas, nuestro concepto de seguridad pública a las nuevas exigencias del momento, a las nuevas circunstancias que nos enfrentamos: un enemigo poderoso que busca a toda costa penetrar a las instituciones para corromperlas, para ponerlas a su servicio. Necesitamos sumar voluntades para hacerle frente a esa batalla. El primer paso es dejar a un lado los prejuicios, dejar a un lado la discusión estéril; particularmente en que no estamos militarizando la Policía y la seguridad pública".
Esa es la última orden presidencial a la sociedad salvadoreña y en particular a quienes alegan que Mauricio Funes no está haciendo bien algunas cosas, entre las cuales destaca sin duda su proceder en materia de seguridad ciudadana. Eso fue lo que le notificó al país durante el traspaso oficial de la Dirección General de la Policía Nacional Civil a un general del Ejército. Por ello, hay que decir las cosas antes de que ese mandato supremo entre en vigor y ya no se pueda cuestionar, porque esa es su decisión y no habrá más que hablar en adelante.
Por allí se escuchan voces que siguen en la creencia o esperan, a pesar de todo, que es posible dialogar y modificar las disposiciones adoptadas por el Gobierno, que antes de serlo vendió esperanza por doquier y prometió cambio a todo nivel; disposiciones con las cuales se está poniendo en alto riesgo lo poco que —paradójicamente— se avanzó durante las anteriores administraciones. Entre la negra herencia que el mandatario declara recurrentemente haber recibido cuando no le salen bien las cosas, al menos no le dejaron altos oficiales de la Fuerza Armada en el manejo más elevado de la seguridad ciudadana.
¿Qué estuviera sucediendo en El Salvador si lo que hoy está haciendo con las instituciones de seguridad el comandante Funes, nombrado así porque la Constitución manda, lo hubiera hecho Antonio Saca o cualquiera de sus antecesores? No es necesario tener mucha imaginación para responder lo anterior. El FMLN habría movilizado todos sus recursos materiales y humanos, dentro y fuera del país, para revertir semejantes despropósitos. Pero no. El Frente de hoy ha respondido poco indignado e incoherentemente ante lo que está ocurriendo, y su militancia permanece quieta esperando línea. Más allá de un parco comunicado oficial, en el que se dice que lo actuado por Funes en esta materia es inconstitucional, no hay nada trascendente.
¿Por qué cuando Francisco Flores intentó privatizar la salud, la gente inundó las calles de la capital, el gremio médico tomó hospitales y la simpatía del pueblo fue explícita, valiente y atrevida? Simple y sencillo: porque la clase media y la gente de más escasos recursos se dio cuenta que tal decisión iba en contra de algo tan vital como su derecho a la salud. Y eso estaba por encima de las directrices partidistas y electoreras.
Pero en su inocencia o en el afán de hacer lo políticamente correcto hay quienes piensan, anhelan, sueñan con la posibilidad de dialogar con el gabinete de seguridad de Funes. Después de la última orden dada por el Presidente, ¿hay posibilidades de que eso se logre? Y de lograrlo, ¿a qué se puede aspirar? ¿A que el toque de queda para la juventud excluida, esa que vive en determinadas zonas desatendidas por este y todos los Gobiernos anteriores, sea de seis y no de ocho horas? ¿Qué, en lugar del garrote vil o la hoguera, la pena de muerte se ejerza mediante inyección letal?
Que se haga esto que se está haciendo con uno de los logros más preciados del proceso de negociación y acuerdos para terminar la guerra, a veinte años de Chapultepec, es consecuencia de una mala conducción del proceso de pacificación pactado en Ginebra el 4 d abril de 1990, pues ni Funes ni sus antecesores han trabajado en serio por impulsar la democratización del país, garantizar el respeto irrestricto de los derechos humanos y reunificar la sociedad salvadoreña.
Si no se logra desde la sociedad que las mayorías populares entiendan que las críticas a estas decisiones no son prejuicios, pues el Ejército está siendo utilizado sin éxito en tareas de seguridad pública desde hace más de dieciocho años; si no se reacciona como es debido, con la organización y la fuerza necesarias para ello, nos seguirán metiendo de forma irresponsable y cada vez más —obedeciendo las directrices estadounidenses en el marco de su guerra contra el narcotráfico— a otro conflicto armado sin haber salido bien del anterior. Y las muertes que ya se cuentan por montones, junto a otras formas de violencia e inseguridad, aumentarán. Y el sacrificio por todo eso seguirá creciendo entre los sectores sociales de siempre: los abandonados, esos a los que se niegan sus derechos más elementales y más sufren las consecuencias de los malos gobiernos. Y mientras eso llega, en defensa de la vida y la dignidad de esta gente, no nos queda más que rebelarnos ante la última orden dictada por el comandante en jefe.