Me arriesgo, en esta ocasión, a entrar en un terreno frágil y movedizo: el de esbozar algunas líneas respecto del incierto impacto hasta ahora observado de la pandemia covid-19 en los ámbitos de la economía, la democracia y la cultura. Se impone de entrada una advertencia obvia, pero no del todo redundante. Aunque resulte irresistiblemente tentador anticiparse con conclusiones tajantes y apresuradas (algo que penosamente ha ocurrido) a la interpretación de una crisis con los rasgos de la presente (incierta, profunda, histórica, etcétera), aún no se dispone de la suficiente distancia temporal, ni de otras condiciones mínimas exigidas por el pensamiento serio, para dotar a la reflexión de la hondura y asertividad suficientes con la cual eludir totalmente el riesgo de caer en reacciones exageradas, confusas o de reiteraciones de lugar común. Lo que a continuación especulo, por tanto, adopta este principio de incertidumbre. Ninguna de las tendencias acá percibidas se asume como permanente o transitoria, pues eso sólo el tiempo lo dirá
En las dimensiones de la economía y la política entre los varios fenómenos emergentes evidenciados, las tendencias siguientes me llaman la atención. En primer lugar, la economía neoliberal y/o globalizada y su relación con el Estado. A grandes rasgos una tendencia que se percibe, no sin cierto grado de asombro, es cómo ante la amenaza de los costos económicos que la pandemia provoca y provocará (y de ahí la importancia de las medidas impulsadas para salvar empleos, industrias, cadenas de valor), qué ideas marginales de izquierda en el pasado, hoy han sido abiertamente proclamadas incluso por agencias multilaterales, buques bandera de la ortodoxia neoliberal. Algunas de estas propuestas de respuesta ante la pandemia que han pasado a ocupar un lugar central reivindican el regreso a ocupar una mayor presencia del Estado en la economía y la salud.
En especial, la propuesta de dejar de pagar la deuda externa, implementar un ingreso ciudadano universal incondicionado, supervisar y controlar los paraísos fiscales, o la idea de volver a cobrar impuestos progresivos para financiar los costos de la salud (algo que pasa por des mercantilizar su acceso) resultan ahora revaloradas. Por supuesto, queda por ver si, en efecto, se materializarán y, con ello, evaluar su impacto en las futuras formas de la integración social. Otra cuestión por definir en este presunto retorno del Estado sería justamente qué tipo de forma estatal regresaría. Sería sin duda una forma híbrida que aún no se perfila. Por lo pronto, el dato constatable es que los gobiernos han impulsado programas sin precedentes en sus masivos montos de inyección de fondos (Canadá, EUA, Europa) a la economía para su rescate. No será baladí el desenlace de la forma que adopte al final del día quién y cómo terminarán pagando el costo de este rescate, a saber: si los de siempre, esto es la menguada clase trabajadora o si, como en justicia procedería, las elites asumirían una responsabilidad que por décadas han eludido.
En todo caso, me parece que por más dramática e inesperada que sea la presente crisis, afirmar o deducir de ello que el capitalismo se derrumbará (Zizek dixit) es algo sencillamente absurdo. Más sensata parece, al respecto, la tesis de que el capitalismo seguramente se adaptará a nuevas formas que hoy no podemos prever más allá de sus esbozos básicos (trabajo en casa, nuevos registros de flexibilización laboral, automatización robótica, medidas que en función de cómo se efectúen podrían adoptar la forma de inéditas maneras de explotación laboral).
Pasando al ámbito de la política y la democracia, de las muchísimas novedades provocadas por la pandemia, destaco el dato más denunciado e interesante en mi opinión. Este es, el relacionado más puntualmente con la democracia. En una reacción oportunista típica de muchos líderes políticos, especialmente aquellos demagogos de reciente ascenso por la ola de populismos registrada en los años recientes en el mundo, la pandemia ha venido a justificar medidas que abiertamente atentan o ponen riesgo a, como digo, la democracia. Ejemplos de nerviosos gobiernos improvisando medidas dispares invocando una situación de “emergencia” se acumularon aceleradamente como fácilmente se puede demostrar. En particular, en nuestra región del mundo América Latina, la adopción de medidas que nos acercan o abiertamente nos imponen un estado de emergencia despierta temores genuinos nada infundados. Ciertamente, la región tiene un largo y brutal historial de líderes autocráticos o abiertamente dictatoriales y un costo humano acumulado en represión (asesinatos y desaparecidos) que nunca será satisfactoriamente saldado. Así, un actor decisivo en este escenario ha sido y es el ejército. En la región siempre será motivo de preocupación los cantos de sirena que inviten a los generales a la tentación autoritaria de volver a ocupar espacios legítimamente destinados al poder civil. Sin embargo, en este momento, es un hecho el empeño de varios gobernantes latinoamericanos, quienes, utilizando la excusa de la pandemia, buscan debilitar las de por sí infra desarrolladas instituciones democráticas de división de poderes y rendición de cuentas al realizar actos injustificados y escandalosos para acumular su poder unipersonal
Las amenazas a la democracia trascienden, por supuesto, el contexto latinoamericano. Los procedimientos vinculados a una declaratoria de estado de emergencia también pueden afectar a sociedades con instituciones más fuertes y con mayor tradición democrática. La tentación de gobernar por decreto o de aspirar a arrogarse poderes ilimitados y sin contrapesos pueden maquillarse a través de la invocación a la cooperación ciudadana para obedecer a las medidas de aislamiento social. A lo anterior, sin duda, debe añadirse la variable tecnológica. La geolocalización de móviles y otros recursos tecnológicos innovadores que se presentan como formas blandas de poder, al quedar en poder de élites políticas sin supervisión ni mecanismos de rendición de cuentas, anticipan nuevas formas de control social autoritario. De esta suerte, una consecuencia de la pandemia ha sido la tendencia a exacerbar fenómenos ya experimentados tales como el de la proliferación de las noticias falsas o la manipulación de formas diversas de las emociones ciudadanas para agenciarse obediencia y docilidad ante el poder gubernamental.
¿Habrá más o menos integración social en el mundo en el futuro inmediato a partir de estos impactos y sus no del todo previsibles consecuencias en la esfera de los valores compartidos, los comportamientos colectivos y, en la síntesis de todo ello, la cultura cívica ciudadana tan inútilmente invocada en las últimas tres décadas? Es decir, ¿cabe esperar un aprendizaje a partir de la experiencia traumática que atravesamos que permita una renovación cívica y moral en el mundo? En este ámbito, el fenómeno de la pandemia es lo nuevo, aunque algunas de las preguntas que provocan no lo son. El más resonante de estos cuestionamientos vuelve machaconamente y con infinita más urgencia a preguntarnos ¿qué obligaciones tenemos unos con otros como ciudadanos? Conocemos los dos tipos de respuestas en general a preguntas de este calado: la de los optimistas, que confían en emergentes formas de solidaridad social, y la de los pesimistas, que no esperan un cambio en la condición moral, esencialmente egoísta de los seres humanos. Suponemos que de una u otra manera sabremos al final cuál será el legado moral para los propósitos de la integración o desintegración social de este histórico periodo desgarrador.
* Ángel Sermeño Quezada, de la Universidad la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Artículo publicado en Proceso N.° 22.