Sin pena ni gloria pasó otro día dedicado a la niñez salvadoreña. Más allá de las piñatas y los eventos escolares, faltó una reflexión profunda sobre lo hecho para garantizarle una vida plena y segura a todo nivel acá en El Salvador, que a nivel mundial destaca por sus deficiencias en este tema.
Hace poco vino la Relatora Especial de la ONU sobre la venta de niños, prostitución y pornografía infantil. Antes, el Departamento de Estado estadounidense nos señaló como "un país de tránsito, destino y fuente de trata de mujeres y niños con propósitos de explotación sexual comercial y trabajo forzado". Aunque el Departamento reconoció esfuerzos estatales, criticó el incumplimiento de los estándares mínimos para eliminar esas prácticas delictivas.
Un informe de la Red para la Infancia y la Adolescencia en el país también exhibió la gran deuda de justicia en este ámbito. Según el Departamento de Trata de la Policía Nacional Civil, entre 2005 y 2009, el 32% de los casos tramitados fueron resueltos con sólo un 11.76% de sentencias condenatorias. Esto habla muy mal del sistema y desalienta la denuncia ciudadana.
En lo anterior influye el hecho de que se continúa privilegiando el testimonio de las víctimas en los procesos judiciales. En estos, los niños y niñas sufren una enorme presión; una burocracia sin alma, tediosa y fría, les obliga a revivir una y otra vez el sufrimiento padecido. Declarar ante el victimario, por ejemplo, aleja aún más la posible superación del trauma.
Semejante calvario demanda especialización de jueces, fiscales, policías y demás personas involucradas en la búsqueda de justicia. También requiere medidas estatales que permitan la recuperación de la niñez violentada por la trata y la explotación sexual, pues hoy en día no se le brinda atención sicológica si los casos no son conocidos por los tribunales. Además, el internamiento es el único medio ofrecido para apoyar a estas víctimas; no existen mecanismos apropiados para que sus familias participen en el tratamiento.
Aunque no es el único, este problema constituye una de las principales deudas del Estado y de la sociedad con nuestra niñez. Debe atenderse urgentemente por el sufrimiento que provoca; pero también debe hacerse con sumo cuidado, para garantizar el respeto de la dignidad de los niños y niñas. Hay que trabajar para que llegue el día en que ellos y ellas celebren su infancia todo el tiempo, y no sólo durante los vacíos actos oficiales que —como llamarada de tuza— distraen la atención y los recursos necesarios para erradicar este y otros males. Porque, como dice Lanssiers, queremos que en El Salvador "la ancianidad no empiece a los cinco años en la mirada apagada de los chicos".