Prevención, palabra olvidada

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El paso de la tormenta tropical Julia por nuestro país ha creado un desastre severo para muchas personas. Una vez más se constata la debilidad que tenemos en la prevención del desastre, en unos tiempos en los que el indetenible proceso de calentamiento global augura tanto tormentas como sequías más violentas y duraderas. Después de cada desastre, se habla siempre de prevenir, pero el siguiente acontecimiento destructivo que nos sacude nos encuentra de nuevo mal preparados. No hay un censo efectivo de lugares en riesgo ni una normativa que planifique modos de superación de la vulnerabilidad. No hay planes estatales de vivienda rural que evalúen lugares peligrosos y que ayuden a los campesinos a construir en zonas seguras y con calidad de materiales.

En general, el riesgo de los pobres no se tiene en cuenta hasta que el huracán, el terremoto o la sequía afecta. En cambio, se otorgan con facilidad permisos ambientales para construir casas caras, a las que no tiene acceso el sesenta o setenta por ciento de los salvadoreños, pero que afectan humedales, reservorios de agua y el acceso al agua de sectores vulnerables. Las construcciones en ladera acumulan y acrecientan las corrientes de agua hacia las partes bajas en algunas ciudades como San Salvador. Pero parece que los problemas que se generan no importan cuando se trata de beneficiar negocios particulares.

La prevención ha estado también ausente en la agricultura. El uso de pesticidas y agroquímicos continúa siendo un problema para el país. El glifosato, el paraquat y los compuestos de 2,4-D se usan en agricultura sin mayor control, a pesar de las evidencias de que han sido, al menos parcialmente, la causa de la insuficiencia renal crónica, verdadera plaga nacional. Por otra parte, si bien la prevención de diversas enfermedades ha avanzado gracias a las vacunas, el Estado no tiene un compromiso serio en prevenir padecimientos de salud relacionados con intereses económicos del gran capital. La diabetes y la ateroesclerosis, causadas con frecuencia por una dieta cargada de grasa y azúcares, y muy comunes en El Salvador, no cuentan con medidas adecuadas para prevenirlas, ni siquiera mediante campañas nutricionales. Los intereses económicos tienen mayor peso que la salud pública. La palabra prevención está escrita con letra pequeña en el diccionario salvadoreño y es difícil encontrarla.

El papa Francisco, en su carta encíclica Laudato si, señalaba que hay en el mundo demasiadas personas pobres o vulnerables, cuyos “medios de subsistencia dependen fuertemente de las reservas naturales y de los servicios ecosistémicos, como la agricultura, la pesca y los recursos forestales”. Advierte también de la cada vez más baja calidad del agua de consumo en favor de la privatización y comercialización de la misma, que pone en grave riesgo la salud de los pobres y les niega “el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable”. La situación en El Salvador no es ajena a la denuncia del papa.

La necesidad de actuar en la prevención del desastre no solo es una responsabilidad ciudadana coherente con los derechos humanos, sino que además es, para todos los cristianos, una exigencia derivada desde el mandato evangélico del amor. Agravada la situación del país por la enfermedad evitable y por el desastre, así como por la debilidad de los sistemas de protección social, a los pobres y vulnerables no les queda más remedio que emigrar o morir en medio del abandono. Con razón insiste el papa Francisco en que “tanto la experiencia común de la vida ordinaria como la investigación científica demuestran que los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre”. Un tema grave, porque el conjunto de pobres y vulnerables ronda con facilidad el 75% de nuestra población, aunque no todos se vean afectados con gravedad por la crónica irresponsabilidad del Estado en el terreno de la prevención.

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