El círculo ha tenido en la historia de las ideas muy diversos simbolismos. Uno de ellos ha sido el de un lugar o una situación sin salida. Así, no han faltado autores que ante situaciones aparentemente sin solución han hablado de círculos infernales. En nuestros países, situaciones como las de la violencia, la corrupción o la pobreza se convierten con frecuencia en una especie de círculo aparentemente sin salida. Y la única manera de romperlo pasa por salirse del esquema habitual de funcionamiento en la vida cotidiana.
En El Salvador, violencia, delincuencia y mal funcionamiento de las instituciones producen un círculo infernal. Ese triple conjunto produce pobreza y tiene costos muy graves, que en algunos años superan el 10% de nuestro producto interno bruto. En otras palabras, el diez por ciento de toda la riqueza material que producimos se nos va en pagar los costos de la violencia. Pero, además de pobreza, la violencia produce miedo. Y el miedo aísla.
Cuando uno tiene miedo, trata de construir pequeñas burbujas de seguridad. Puede ser la colonia bien alambrada y con seguridad a la puerta, o el centro comercial bien vigilado, o los lugares exclusivos, o los círculos de amistades limitados de gente conocida y considerada como segura. La relación personal, en situaciones de miedo, se reduce a lo indispensable. La desconfianza abunda y quienes no son de confianza serán vistos como potenciales enemigos.
En circunstancias muy especiales, se pueden encontrar salidas religiosas a este tipo de crisis. Fray Luis de León, un poeta del siglo XVI perseguido por la Inquisición española, escribía en medio de su crisis una poesía dedicada a la Virgen: "No veo sino espanto,/ si miro la morada, es peligrosa,/ si la salida, incierta, el favor mudo,/ el enemigo crudo,/ desnuda la verdad, muy proveída/ de armas y valedores la mentira,/ la miserable vida/ sólo cuando me vuelvo a ti, respira". Desde ahí, desde quien nos puede proteger desde la trascendencia y la esperanza religiosa, se pueden asumir otras opciones, como la de huir de la situación o enfrentarla.
En nuestro tiempo no hay Inquisición, pero una tensión personal muy semejante a la del poeta se da en el día a día de la inseguridad ciudadana. Y más allá de las salidas religiosas a la crisis, el miedo tiende a hacernos más individualistas. Nos impulsa a buscar la seguridad exclusivamente para cada uno o para su pequeño grupo, y a desarrollar esa terrible cultura del sálvese quien pueda que niega en definitiva los valores tan necesarios para el desarrollo, para la cohesión social y la confianza ciudadana: la solidaridad y el apoyo mutuo.
Al final, el miedo a la acción, el refugiarse en la seguridad del pequeño grupo que gira en torno a sí mismo sin mirar hacia afuera, acaba dando el control de la ciudadanía a los más poderosos y a los más violentos. A los más carentes de escrúpulos, a los más ambiciosos, a los más capaces de corromper. Porque cuando la persona honesta tiene miedo y abandona sus responsabilidades ciudadanas, el deshonesto se aprovecha. Como en todos los países, El Salvador tiene muchísima más gente buena y decente que sinvergüenzas, corruptos o violentos. Pero el miedo deja siempre la cancha libre al que tiene la mentira, la violencia o la trampa como modo de proceder habitual. Y eso significa no sólo violencia común, sino con frecuencia capacidad de manipular instituciones, de infiltrarlas o manejarlas caprichosamente. Infiltrada la institución, aumenta el miedo o el desánimo frente al delito, y ciertamente la desconfianza. Y a mayor desconfianza ciudadana en las instituciones, mayor margen de libertad para quienes hacen trampas, roban, matan o extorsionan. Mayor margen también para quienes quieren hacer egoístamente sus negocios, aprovechándose del miedo de la gente y promoviendo el individualismo en el consumo, en la diversión y en la búsqueda de soluciones a cualquier tipo de conflicto, proyecto o futuro personal.
Se produce así un círculo infernal: tengo miedo ante la violencia: me protejo individualmente, no me arriesgo cuando los demás tienen problemas, me desentiendo de si las instituciones funcionan bien o mal, culpo de la situación al resto de las personas y trato de salir adelante solo o en compañía del pequeño grupo en quien tengo confianza. Me acostumbro a la violencia y al mal funcionamiento institucional mientras a mí no me toque, y organizo mi vida lo mejor que pueda para salir adelante por mi cuenta. Y la sociedad, mientras tanto, en crisis y sin salida.
Romper el círculo significa salirse del círculo. Ampliar relaciones, mirar la realidad y meterse en ella, con su complejidad y sus problemas. Arriesgarse, buscar nuevas solidaridades, atreverse a confiar en los demás. Romper el individualismo y establecer relaciones cada día más abiertas y solidarias. Y comprometerse en las luchas cotidianas por una mayor trasparencia, buen funcionamiento institucional, establecimiento de responsabilidades solidarias. Sin generosidad y coraje no se rompe el círculo ni se sale de él. Y no salirse es condenarse a una vida miserable y a que los problemas sean cada vez mayores. Es tiempo de generosidad y de coraje, y de que todos asumamos nuestra responsabilidad en la construcción de una sociedad mucho más solidaria que la actual. ¿Seremos capaces? ¿O seguiremos defendiendo ese individualismo del sálvese quien pueda que al final favorece a los más carentes de ética?