Con el 99.3% de actas electorales procesadas, el Tribunal Supremo Electoral publicó los siguientes resultados: el FMLN, 48.93%; Arena, 38.95%; Unidad, 11.44%; PSP, 0.44%; y FPS, 0.26%. En consecuencia, ningún partido alcanzó el 50% más uno de los votos válidos necesario para la victoria en primera vuelta, pero tampoco ninguno de los tres más grandes perdió o ganó por completo. Sin embargo, la preparación para la segunda vuelta debe ir acompañada de una seria reflexión y evaluación sobre sus modos de proceder y de hacer política. Hay que dejarse interpelar por la voz activa de la población votante y por la voz pasiva de quienes decidieron no ir a las urnas. Por ejemplo, no hay que quitarle peso a la disminución de votantes, de 6 puntos porcentuales con respecto a la votación de 2009, cuando fue elegido Mauricio Funes.
El argumento de que esto se debió al nuevo sistema de voto residencial explica solo en parte esa disminución. Algunas de las encuestas mostraron en su momento esta tendencia. La del Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) reveló que un poco más de la mitad (51%) tenía mucho interés en asistir a votar, mientras que el 10.1% decía estar nada interesado, el 18.9% poco interesado, y algo interesado el 19.5%. Y al preguntar si habría abstencionismo, el 75.9% dijo que sí, el 21.6% que no, y un 2.4% que no sabía. Estos datos indicaban que los partidos políticos en contienda no habían logrado despertar interés en una buena parte de los votantes. Las razones pueden ser más o menos obvias: pérdida de credibilidad y confianza en los partidos políticos y sus candidatos; propuestas carentes de contenido; exceso de propaganda que lleva al hastío colectivo; ausencia de líderes inspiradores; protagonismo abusivo y excesivo del Presidente, entre otras.
Desde luego, esta experiencia debe motivar a los partidos, a los candidatos y al mismo Presidente a hacer acopio de sensatez y honradez para revisar las formas en que ejercen el poder. Las actitudes autoritarias e intolerantes que acostumbran exhibir son verdaderos antídotos para desarrollar una democracia con características participativas. El poder excluyente, que solo admite la adhesión acrítica y el servilismo, no tiene nada que ver con la democracia. Todavía estamos lejos de un ejercicio del poder que potencie las capacidades de todos y se constituya en instrumento de transformación social; esto es, el poder que sirve a la sociedad, en lugar de servirse de ella.
No está de más recordarles a los partidos políticos y sus candidatos que no se trata solo de mejorar la propaganda o de buscar alianzas pragmáticas con el propósito de ganar la elección. Hay algo más necesario y urgente: para gobernar bien, hay que dignificar la política partidaria. Y en ese sentido, hay que tener muy en cuenta algunos criterios éticos orientados a un ejercicio recto de la política. Enunciemos los que parecen prioritarios en El Salvador.
En primer lugar, todo poder debe estar sometido a un control, debe aceptar la crítica externa y someterse a un rendimiento de cuentas y a la evaluación del desempeño de quienes lo ejercen. El poder vigente debe reconocer y convivir con un contrapoder que lo obligue a ser transparente y a respetar el orden jurídico. El poder tiene sus símbolos y sus distinciones, pero deben evitarse títulos y privilegios que oculten su carácter de delegación y servicio. Además, el poder debe ser magnánimo, no se ensaña en quien ha sido derrotado, sino que valora cada señal positiva de poder emergente. El poder democrático es el que fortalece no a una parte de la sociedad, sino el que propicia la participación de todos.
Y no hay que perder de vista algo que en El Salvador los políticos parecen no comprender: el carácter simbólico del cargo público. La ciudadanía deposita en sus representantes ideales de justicia, equidad e integridad ética. Por eso deben vivir privada y públicamente esos valores. Sin olvidar que quien ambiciona excesivamente el poder o hace ostentación del mismo es el menos indicado para ejercerlo. Por el contrario, el buen líder es el que sabe suscitar entusiasmo y energías para hacer cosas que parecían imposibles. El buen líder sirve a una causa mayor: la de su pueblo.