La semana pasada recordamos las dos bombas atómicas arrojadas hace cincuenta años sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas. Si la guerra es de por sí una locura, la utilización de estas armas de destrucción masiva nos demuestran la deshumanización a la que pueden llegar tanto las personas como las instituciones. Ninguna de estas dos ciudades era un objetivo militar importante. Simplemente se trataba de hacer una manifestación de fuerza y de poder. Y, supuestamente, de salvar vidas norteamericanas a cambio de destruir vidas japonesas indiscriminadamente: niños, ancianos, mujeres embarazadas, nadie ni nada detenía la locura de quienes deseaban manifestar su capacidad de utilizar armas inmorales. Ahí no hubo lo que ahora suelen llamar “daños colaterales”. Fue una masacre llevada a cabo fríamente contra la población civil japonesa.
Casi al mismo tiempo que se recordaba la brutalidad atómica, se estrenaba en El Salvador la película Oppenheimer. En ella hay una breve y rápida referencia a las doscientas mil víctimas mortales que causaron las dos bombas. Pero la película no se centra en las víctimas, sino en el drama personal del físico jefe del proyecto de construcción de la bomba, y su paso de ser un entusiasta tanto del arma nuclear como de su utilización, a convertirse en un enemigo de la carrera armamentista atómica y en impulsor de tratados de no proliferación de este tipo de armamento. El mundo occidental tiene sus protagonistas y casi siempre ellos despiertan más interés que las víctimas de las veleidades imperiales.
En algunos momentos de la guerra de Ucrania, el fantasma del uso de armas nucleares volvió a sonar. A pesar del desmantelamiento de una parte de los grandes arsenales nucleares, especialmente en Rusia y Estados Unidos, las ojivas nucleares se cuentan por miles. La fabricación de armas continúa siendo uno de los negocios más lucrativos del mundo. Los presupuestos militares de algunos países llegan a cientos de miles de millones. Si se dedicara al desarrollo solamente el diez por ciento del gasto militar anual en el mundo, el hambre, el anafalbetismo, la pobreza y algunas enfermedades endémicas desaparecerían. Pero la mayoría de los países continúa privilegiando las armas sobre el desarrollo humano.
En los países que se llaman a sí mismos civilizados, el salvajismo suele personificarse en las mafias, las maras, el terrorismo y los grupos radicales armados. En las películas y series de televisión, el salvajismo se refleja con frecuencia a través de la representación de individuos o grupos desquiciados, así como en las culturas primitivas. Sin embargo, el salvajismo está demasiado inserto en la cultura política que privilegia las armas sobre el desarrollo. Por eso mismo, aniversarios como el de Hiroshima y Nagasaki no pueden dejarse de lado, como tampoco los campos de concentración nazis o los gulags de la época soviética. “La guerra, odiada por las madres, las almas entigrece”, decía en una de sus poesías Antonio Machado.
Si bien odiar al prójimo es parte y origen de salvajismo, odiar la guerra debería ser parte de un espíritu civilizatorio universal. Limitar la producción y utilización de armas, perseguir con decisión el tráfico de las mismas, buscar una gobernanza mundial estructurada desde la ética y no desde el voto o la fuerza bruta de los países económicamente más fuertes son pasos indispensables para recordar con dignidad a las víctimas de tanto abuso presente en la historia de nuestro mundo. Solo así daremos pasos eficaces para superar el salvajismo de una civilización que mata niños en sus guerras y causa sufrimiento siempre en los sectores más débiles o más manipulables de sus sociedades.