Este 24 de marzo se conmemoran 43 años del martirio de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, ahora santo de la Iglesia universal. Paradójicamente, ahora que es santo es cuando menos comprometida con su legado se muestra la Iglesia católica arquidiocesana, especialmente en su jerarquía. Hoy, precisamente, cuando sus palabras y estilo pastoral adquieren actualidad.
Entre el legado de monseñor Romero está una propuesta de estructuración de la sociedad salvadoreña sobre la base de diez principios: fraternidad, pluralismo, equidad, justicia, inclusión, responsabilidad ecológica, racionalidad, libertad, bondad y participación. Estos principios pueden ser puestos en práctica en los diversos espacios sociales de interacción humana, desde la familia hasta el Estado, pasando por las comunidades, las escuelas, las empresas, las instituciones sanitarias, los tribunales, etc. La práctica rutinaria de estos principios revolucionaría la sociedad salvadoreña, la transformaría en lo que monseñor Romero llamaba “una sociedad según el corazón de Dios”.
La visión romeriana de esta sociedad corresponde a la dimensión utópica de su legado. Monseñor Romero anuncia una nueva sociedad. Si Jesús de Nazaret anunciaba el Reino de Dios como forma de organizar las relaciones sociales en la sociedad judía de su época, monseñor Romero también anunció algo semejante; algo que por requerir de la colaboración de hombres y mujeres para su realización solía llamar “proyecto”: el “proyecto de Dios”. Desde este anuncio podía emitir juicios éticos y teológicos sobre la realidad salvadoreña de finales de la década de 1970.
Para monseñor Romero, aquella realidad era una negación del proyecto de Dios, un rechazo a instituir una sociedad según el corazón de Dios. La expresión más brutal de esta negación y rechazo era la sistemática violación de los derechos humanos, comenzando por el primero de entre ellos: el derecho a la vida, en especial, la vida de los campesinos y de la mayoría pobre. La sociedad que conoció monseñor Romero y que quiso transformar producía sufrimiento y muerte por todos lados. Una muerte rápida, en la forma de asesinatos, o una muerte lenta, en la forma de exclusión económica, social, política, jurídica y cultural. El pecado reina, decía monseñor Romero. Y la señal de ello era la proliferación del dolor y de la muerte por todos lados, dado que el fruto del pecado es la muerte. Desde esta realidad, mirando hacia el proyecto de Dios, monseñor Romero alzaba su voz en defensa de las víctimas de aquel orden social. Su voz se convirtió en la voz de los que no tienen voz. Su voz denunciaba el pecado, pero era también la voz del Dios de la vida. Una voz que anunciaba que las cosas podían ser diferentes.
Monseñor Romero ofreció una alternativa. Una sociedad diferente que promueva la vida para los pobres es posible. La garantía está en Dios, pero se requiere del trabajo de hombres y mujeres. Buscando la eficacia histórica, monseñor Romero promovía la organización de los pobres, defendía sus derechos, los animaba, les orientaba, los acompañaba. Esta labor ya la habían emprendido otros agentes de pastoral en distintos lugares del país. El anuncio de que las cosas pueden ser de otra forma movilizó a diversos sectores y grupos sociales en la década de 1970. Monseñor Romero se sumó y acompañó ese movimiento y lo hizo como buen pastor, hasta derramar su sangre por la vida de sus ovejas.
El legado de monseñor Romero requiere ser retomado por una nueva generación, así como ocurrió con el legado de Jesús de Nazaret y sus discípulos. Sin una segunda generación de seguidores de Jesús no habría existido el cristianismo como nueva religión ni la Iglesia cristiana como su expresión organizativa. Cuatro décadas han pasado desde el asesinato de monseñor Romero, y sus contemporáneos ya han muerto o están muriendo. Sin una segunda generación romeriana, el monseñor Romero de la historia será convertido en el santo que hace milagros, pero que no tiene nada que ver con la trama de la historia.
Monseñor Romero proponía un modelo de sociedad para que desde este se contrastara tanto la realidad vigente como cualquier otro enfoque alternativo. El compromiso político de los cristianos sin excepción, aunque bajo diversas modalidades, debía ser hacer realidad el proyecto de Dios. En este sentido, los cristianos debían evaluar los diversos proyectos políticos para ver en qué medida realizan, en la historia, el proyecto de Dios. La alternativa romeriana es un instrumento para orientar el camino de los pueblos hacia sociedades en las que todos los hombres y mujeres vivan en plenitud.
El Salvador vive en la primera mitad de la década de 2020 un momento crucial de su historia. Es un momento de transición que tiene varias dimensiones: económica, social, política, jurídica y cultural. Desde 2019 se está instituyendo una visión que puede consolidarse como hegemónica. Las elecciones de 2024 serán un hito importante en este proceso. Desde esferas gubernamentales se expande socialmente una narrativa que ofrece una interpretación del pasado y una visión del futuro. Según esa narrativa, el pasado es negativo y el futuro es positivo. Por tanto, hay que rechazar aquel pasado y ponerse en las manos de los dirigentes políticos, porque ellos son los iluminados que conocen cómo alcanzar el futuro. La narrativa gubernamental es un proyecto político y, como tal, siguiendo el legado romeriano, debe ser sometido a evaluación para ver en qué medida contribuye u obstaculiza la realización histórica del proyecto de Dios.
Pero ¿quién hace esta evaluación? ¿quién pone a producir el legado de monseñor Romero en las actuales circunstancias? Los actos de conmemoración de su martirio debieran actualizar este legado. Debieran dar lugar a la emergencia de una segunda generación romeriana que anime a todos los salvadoreños a hacer vida el proyecto de Dios y que desenmascare, con auténtico espíritu romeriano, todo aquello que se opone a dicho proyecto. Si la creciente reserva de información pública se tomara como un indicador de la tendencia a la oscuridad en los asuntos públicos, podría decirse que el Estado salvadoreño camina hacia una época de tinieblas. Quienes se gozan de las tinieblas no pueden promover una sociedad según el corazón de Dios. Si tal es la tendencia, ¡una segunda generación romeriana no puede quedarse callada! “Ustedes deben ser micrófono de Dios”, les diría monseñor Romero. Y los miembros de esa segunda generación romeriana dirían, prestando su voz a Dios, “¡Hágase la luz! Sin ella no es posible una sociedad según el corazón de Dios”.
* Álvaro Artiga González, académico del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas.