Violencia y crimen

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El tema de la violencia y los asesinatos que se cometen en el país continúa siendo noticia. Recientemente, contrastaba la nota de un caso salvadoreño tipificado como terrorismo y ampliamente divulgado, y el silencio informativo sobre la calificación en España del crimen de los jesuitas como asesinato terrorista. Un individuo, probablemente trastornado temporalmente, detuvo armado a una congregación evangélica en su templo para terminar pocas horas después entregando pacíficamente sus armas. Su caso fue tipificado como terrorismo. Pero el terrorismo de Estado no se reconoce. El encubrimiento por parte de las más altas autoridades del país en el pasado, y el miedo de las actuales para tipificar con como tal las masacres, contrasta con la facilidad con la que se le aplica el término a ese pobre hombre.

Y ese miedo a reconocer nuestra historia es precisamente uno de los frenos más importantes frente a la violencia y el crimen. Hace más de cincuenta años que la violencia es habitual entre nosotros. En medio siglo, jamás hemos bajado de una tasa de homicidios que la Organización Mundial de la Salud tipifique como epidemia. Si en la actualidad murieran cinco personas a diario por alguna variación de la gripe aviar, andaríamos muchos con mascarilla en la calle, nos apartaríamos de cualquiera que pudiera estar enfermo, movilizaríamos recursos para frenar el contagio, buscaríamos vacunas como locos y justificaríamos cualquier cambio presupuestario para enfrentar la epidemia. Pero si muere el doble de personas asesinadas, nos quedamos no digamos tranquilos, pero sí un poco indiferentes, al menos mientras la muerte no toque a alguno de nuestros amigos cercanos.

Esa indiferencia, al menos en comparación a cómo nos movilizan las epidemias que nacen de enfermedades, tiene probablemente su origen en el silencio inducido frente a crímenes terribles del pasado, a los que tratamos con el perdón y olvido, o simplemente con utilizaciones políticas según el bando al que pertenezcamos, y más con palabrería que con esfuerzo real de escucha de las víctimas y establecimiento de responsabilidades. La reacción violenta que se tuvo respecto al informe de la Comisión de la Verdad y el silencio al que ha sido condenado, la falta de decisiones al respecto, incluso en partidos políticos que han sido Gobierno (Arena, en particular, que, según ese informe, debería haber prescindido del culto casi idolátrico que da a su líder), nos muestra un panorama de indiferencia clara ante la brutalidad y el crimen.

Reconocer el problema de la violencia en su dimensión histórica es el primer paso para comenzar a superarlo. No es el único, pero sí el primero. Porque en nuestro caso no se trata de superar un fenómeno reciente, sino algo enraizado en la cultura. Y los problemas derivados de la cultura solo se vencen desde ella misma y en el largo plazo que implica. Hemos estado empeñados en pensar en más leyes, en más mano dura, creyendo que reaccionando rápido solucionaremos el problema. No es así. La violencia solo la venceremos si elaboramos un proyecto de largo plazo en el que se inviertan esfuerzos serios y multidimensionales.

No se puede pensar en el fin de la violencia sin la extensión de los niveles educativos. Si los jóvenes no tienen preparación adecuada para trabajar y se mantienen como oferta aleatoria de mano de obra barata, rodeados de una publicidad consumista obsesiva, con salarios o ingresos mínimos de hambre, sin seguridad social, no debería asombrarnos que haya violencia. La violencia estructural produce siempre otros géneros de violencia, de la revolucionaria a la delincuencial. Y en este contexto hay que ser creativos para salir de la espiral de violencia. La famosa tregua de las maras sigue siendo una oportunidad, si se enmarca en una política de amplio espectro, orientada a los jóvenes sin olvidar a las víctimas de la violencia.

Es muy probable que salir de los niveles epidémicos de violencia nos tome, en el mejor de los casos, unos diez años. El desarrollo de una cultura de paz, el mejoramiento educativo, de empleo y de salario digno, no se organiza de un día para otro. Mejorar la formación, la capacidad de investigación, los salarios, la moral y la dignificación del trabajo policial no es cuestión de una semana. Conseguir los recursos para un plan amplio de pacificación requiere acuerdos políticos y sociales, no siempre fáciles de establecer. Pero si queremos un país que trate bien a sus hijos, tenemos que navegar por ese rumbo. Con mucha paciencia, pero con decisión firme y persistencia sistemática. La planificación de largo plazo, seguida, evaluada y mejorada consistentemente siempre ofrece mejores resultados que la reacción inmediata. Y el problema es lo suficientemente complejo como para tomarlo en serio. El ambiente de diálogo político que parece ir estableciéndose será un aliado para el avance hacia un proyecto de realización común: el destierro de la violencia de El Salvador, que nos permitirá a todos tener más esperanza.

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