Las semanas últimas han sido intensas. Los días dedicados a monseñor Romero, de tanto significado y de tan múltiples expresiones, y posteriormente la Semana Santa nos han dejado sin duda deseos de mejorar en muy diversos aspectos. Ahora volvemos a la normalidad densa y lenta de esta tierra nuestra con sus buses que se salen del carril, con los homicidios y la impunidad, con las soluciones a medias de los problemas y con la bendita política llena de contradicciones y debilidades.
Algunos datos nos dejaron mejor sabor de boca. Otros no tanto. Bajó el número de homicidios y de mortalidad accidental en Semana Santa, pero los periódicos prefirieron resaltar que subió el número de accidentes. Con respecto al crimen, ojalá la reducción en muertes de estos días se convierta en tendencia. Acelerar la presencia de la Policía en la calle y mejorar la capacidad de investigación de la misma, además de las políticas preventivas, es indispensable para enfrentar el hasta ahora mayor éxito de la delincuencia: la impunidad. Insistir en sacar al Ejército a la calle lo único que hará es provocar un repunte de la violencia en el mediano plazo.
Pero el presente vuelve a la ramplonería, no sólo defendiendo la presencia del Ejército en las calles, sino sobre todo cuando los temas requieren pensamiento serio. Sobre el Estatuto de Roma y la aceptación del Tribunal Penal Internacional vuelven nuestros juristas a decir tonterías. La mala conciencia por los crímenes del pasado es muy fuerte en El Salvador, y el miedo de los mediocres hace coro a los temores. Da risa ver cómo exhiben su ignorancia incluso magistrados de la Corte Suprema al invocar la Constitución para impedir el avance de un pensamiento jurídico cada vez más aceptado internacionalmente. O cuando mencionan como excusa que sólo 120 países han aceptado el estatuto. O cuando repiten que Estados Unidos y China no lo han aceptado, ignorando que esos países están considerados hoy por hoy como importantes violadores de derechos humanos por organizaciones tan serias como Amnistía Internacional.
La pobre jueza que quiso investigar por qué se publicaba la foto de un delincuente juvenil se ha convertido ahora en la mayor enemiga de la libertad de prensa en el país. Triste historia que teniendo una libertad de información tan reducida, y con frecuencia tan manipulada en el país, veamos enemigos en donde no los hay. Y olvidemos que El Salvador necesita dejar atrás políticas informativas exageradamente ligadas a los intereses de muy pocos. El problema del acceso a la información libre está más en los dueños de algunos medios, y en la cerrazón tradicional del propio Estado, que en la pobre jueza de menores a la que tanto se fustiga.
La vuelta a lo cotidiano en El Salvador está marcada por un retorno a la mediocridad. Todo lo contrario de lo que veíamos en Romero o de lo que se conmemora en la Semana Santa. Y con esta especie de mediocridad intelectual, y en algunos sentidos espiritual, difícilmente saldremos de los problemas del subdesarrollo. Tenemos un pueblo mayoritariamente bueno y unas élites mayoritariamente mediocres. Fruto de una historia en la que la fuerza bruta, unida a la fuerza del dinero, de las trampas ideológicas, de los favoritismos, posibilitó el dominio de unas élites sin conciencia social y, en muchos aspectos, sin principios solidarios. Mediocres, en definitiva, y con la capacidad de transmitir la mediocridad a mentes y corazones de muchos, bajo el disfraz de lo que ellos consideran políticamente correcto. Hoy, los intentos de salir de esa historia de abuso por parte de unos pocos, y de marginación de las mayorías, camina aún sin horizontes que entusiasmen demasiado. La crisis internacional ha sido como un balde de agua fría sobre las esperanzas que los cambios políticos han generado. Pero también la indefinición de los rumbos hacia el cambio, las resistencias de quienes tienen mucho y la lentitud de los procesos van dejando un poso de decepción no muy conveniente para el desarrollo. Los pueblos necesitan esperanza, y en política la esperanza sólo se mantiene si la vida de los pobres mejora.
Volver a lo cotidiano implica siempre un desafío, especialmente después de unas vacaciones o tras unas fiestas y actividades que nos recuerdan lo mejor del espíritu humano. Desafío de aprovechar las nuevas energías tras el descanso, y reto de concretar el entusiasmo que tanto Romero como el Señor Jesús resucitado despiertan en nuestros corazones. Enfrentar la realidad con radicalidad humanista y cristiana es imprescindible para cambiar el país que tenemos. Como es también indispensable una buena dosis de generosidad frente a los retos del desarrollo y del necesario cambio social. Personas generosas como Romero nos marcan el camino. Y el recuerdo de la radicalidad del Evangelio, y de la muerte y resurrección del Señor nos abren a la esperanza. Volver a la realidad críticos, generosos y esperanzados es el único modo de evitar la decepción que la mediocridad ambiental puede producir.