José se levanta cada día de madrugada para acudir a su empleo en San Salvador, donde inicia labores a las 6 de la mañana. Vive en un cantón del área rural, alejado de la ciudad, por lo cual para llegar a su trabajo tiene que salir en los primeros buses que parten hacia la capital. Es un trabajador puntual y cumplidor. Goza de sus tareas de jardinero, cuidando las áreas verdes y las plantas que adornan las oficinas del centro educativo donde labora. A menudo recibe felicitaciones de quienes visitan el lugar, por la belleza del jardín y la exuberancia de las plantas ornamentales que él atiende con esmero.
A su regreso a casa, en más de una ocasión, ha sido testigo de detenciones de jóvenes por parte de un Grupo de Tarea Conjunta, integrado por varios soldados y un policía. La mayoría de estos jóvenes regresan a sus casas golpeados, con el rostro hinchado, cojeando, fruto del trato violento de los cuerpos de seguridad. Uno de sus propios hijos fue víctima de ese abuso. José, consciente de sus derechos como ciudadano, le llamó la atención al responsable del Grupo de Tarea Conjunta por tratar con violencia a los muchachos, señalándole que esa no es manera de tratar a la gente y que ello va contra los derechos humanos.
A mitad de la semana pasada, a medianoche, José despertó por el sonido de unos fuertes golpes en la puerta de su casa. Mientras se levantaba y buscaba en lo oscuro un pantalón y una camisa para vestirse, siguieron los golpes, y desde afuera comenzaron a insultarlo y amenazarlo a gritos por no abrir de inmediato. Al llegar a la entrada de su casa, se dio cuenta de que eran soldados los que exigían entrar. Mientras les pedía que le mostraran una orden judicial de allanamiento, otro militar, que había ingresado por la parte trasera de la vivienda, lo encañonó por la espalda y lo obligó a abrir la puerta.
Lo tiraron al suelo y lo patearon entre insultos; lo amenazaron a él y a toda su familia, a la que se dirigieron con graves faltas de respeto. Otro tanto recibió su hijo mayor. Una parte del grupo de soldados registró la casa, provocando gran desorden. Hasta el momento, no se sabe qué buscaban ni para qué llegaron donde José. Él, desde el suelo y bajo las botas de los militares, insistió en quejarse por el trato, les recordó que los civiles tienen derechos y les dijo que la acción era ilegal porque no poseían una orden de allanamiento. Les dijo que los denunciaría, y la respuesta fue burlesca y amenazante. Finalmente, el grupo se retiró, dejando a José y a su hijo muy golpeados.
María vivía en un pequeño caserío que hasta hace un par de años era sano y tranquilo. En las últimas semanas, algunos de sus vecinos se habían mudado; por lo general, empacaban sus cosas y salían de noche en camión. La mujer no entendía qué estaba pasando, hasta que le tocó el turno a su familia. Un grupo de hombres jóvenes, armados con palos y pistolas, llegaron de noche a su casa, robaron todo lo que les pareció valioso y les dijeron que tenía que irse del lugar sin denunciar, porque de lo contrario pagarían con sus vidas. La familia no quiso arriesgarse. En cuanto pudieron, después de prestar un poco de dinero, buscaron un camión para cargar con lo poco que les había quedado y se fueron en pos de otro lugar donde vivir. Atrás dejaron su casa de bahareque y lámina, y la cosecha de maíz y frijoles que les garantizaría el sustento durante el año. Tienen miedo y no se atreven a regresar para cosechar lo que ya estaba casi a punto de arranque.
Estos dos ejemplos ilustran lo que está sucediendo entre la gente pobre de nuestro país. Mientras unos son asediados por las pandillas, otros ven violados sus derechos por la misma autoridad que dice estar para defenderlos. De alguna manera, se está repitiendo el pasado. La gente de las zonas rurales y de los barrios marginales vive en gran inseguridad, a merced de los abusos de dos facciones en guerra abierta. No sienten la confianza de denunciar los atropellos; ante las amenazas de unos y otros, prefieren callar y vivir en silencio sus dramas. La violencia ya no solo viene de parte de las organizaciones delincuenciales; también las fuerzas de seguridad pública atropellan a la población. Mientras tanto, las autoridades se niegan a reconocer que haya desplazamiento forzado por la violencia ni que la Fuerza Armada y la PNC estén violando los derechos humanos.
Hace varios meses se anunció la creación de una comisión gubernamental que investigaría los abusos de la Policía y el Ejército, pero hasta la fecha no se ha publicado ningún informe. Al exprocurador David Morales no le renovaron en el cargo porque estaba cumpliendo su función de defender los derechos humanos tal y como lo establece la ley. Eso resultó demasiado molesto tanto para el Gobierno como para la oposición. La Fiscalía se muestra muy severa con los ciudadanos acusados de delitos, solicita que se les prive de libertad mientras instruye los respectivos procesos, pero suele recetar medidas sustitutivas cuando los encausados son policías o militares. Tampoco se han puesto en marcha las oficinas especiales para atender a las víctimas de la violencia, tal y como se estableció en el plan El Salvador Seguro.
Es urgente romper con esta espiral de violencia; es urgente que se deje de proteger a los miembros de la Policía y de la Fuerza Armada que cometen delitos y abusan de su autoridad. Si no se actúa con contundencia y de inmediato, dentro de unos años será necesario desmantelar de nuevo las fuerzas de seguridad por su comportamiento abusivo e irrespetuoso de los derechos humanos, y formar otras bajo principios democráticos. Todo lo andado se habrá perdido.