Los Acuerdos de Paz representan un punto de inflexión en la historia nacional. Solo su trascendencia explica los grandes esfuerzos por negarlos y descalificarlos. Al menos tres son las razones por las que la firma de la paz constituye un hito para El Salvador. La primera, los Acuerdos pusieron fin a la guerra fratricida, es decir, pararon las muertes del conflicto y la destrucción del país. La guerra costó más de 70 mil muertos (la mayoría, civiles), 10 mil desaparecidos, un millón de desplazados y una economía en ruinas. En segundo lugar, fueron exitosos, pues cumplieron su cometido: detuvieron la guerra por la vía diplomática e iniciaron el camino hacia la democracia a través de reformas institucionales y constitucionales que cambiaron el rol de la Fuerza Armada en la vida nacional, crearon la Policía Nacional Civil, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y el Tribunal Supremo Electoral, y marcaron la pauta para la transformación del sistema de justicia. Y en tercer lugar, los Acuerdos fueron ejemplo a seguir para otras naciones en guerra; demostraron que es posible detener la lucha armada a través del diálogo y la negociación entre las partes en conflicto.
Los Acuerdos de Paz fueron producto de una serie de factores internos y externos. El primer factor que los hizo posible fue que el anhelo de paz era compartido por la mayoría de salvadoreños. Las Iglesias y el movimiento social se aglutinaron en torno al logro de la paz, supeditando a este las agendas particulares. En segundo lugar, llegada a un punto, la Fuerza Armada ya no fue capaz de defender los intereses de los sectores más ricos del país; la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989 demostró que la guerra iba para largo. Además, la masacre en la UCA deslegitimó a nivel internacional a los militares y desató enormes presiones para que las partes se sentaran a negociar. Otro factor importante fue el concurso de países amigos de El Salvador, sobre todo Francia, México y España, que lograron que la comunidad internacional, representada en las Naciones Unidas, pusieran en el centro de su agenda el proceso de paz salvadoreño. También a nivel internacional, la caída del muro de Berlín en 1990 y el consecuente fin de la Guerra Fría facilitaron la salida negociada a la guerra.
Por supuesto, los Acuerdos no fueron perfectos: dejaron fuera temas y sectores relevantes, y no todo sus objetivos se cumplieron. Ni en el proceso de negociación, ni en la implementación de los Acuerdos las víctimas fueron tomadas en cuenta; una grave injusticia que se ha mantenido hasta el presente. Además, el informe de la Comisión de la Verdad fue engavetado y la impunidad se mantuvo incólume. Los Acuerdos confiaron a los actores de aquel entonces la creación de mecanismos para luchar contra la injusticia estructural que concentra la riqueza en pocas manos, pero ningún Gobierno hasta la fecha ha querido cumplir esa tarea.
Sin embargo, los Acuerdos de Paz sentaron las bases para un país distinto. Gracias a ellos se eliminaron los antiguos cuerpos de seguridad, caracterizados por violar sistemáticamente los derechos humanos, y nació la Policía Nacional Civil. El diálogo y el debate sustituyeron a las armas como medios para resolver las diferencias. Quienes descalifican los Acuerdos son las mismas personas que hoy destruyen lo poco que el país avanzó gracias a ellos. El irrespeto a la Constitución, la desnaturalización del Tribunal Supremo Electoral y de la Policía Nacional Civil, la inoperancia de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y del Instituto de Acceso a la Información Pública, el protagonismo de la Fuerza Armada en prácticamente todos los ámbitos de la vida pública son obra de esas personas; acciones que ponen al país en un escenario semejante al que se vivía antes de la guerra.