Algo bueno de la dictadura es su capacidad para sorprender. Hay que reconocer que su inventiva y su descaro no conocen límites. Después de la entrada en vigencia de la legislación contra la corrupción, agregó otra sobre valores y espiritualidad. La primera fue más una exigencia del FMI; la segunda pareciera querer reforzar la honestidad que este último demanda para financiar la deuda. En cualquier caso, la novedad no debe llevar a engaño, porque lo más probable es que el régimen no acate estas legislaciones. También es verdad que ninguna es necesaria, porque ya existen normas e instituciones para garantizar la honestidad gubernamental. Aparte, la persona íntegra no necesita imposiciones externas, porque es consecuente con sus principios.
La legislación contra la corrupción obliga al funcionario y a su parentela cercana a declarar anualmente sus posesiones. La declaración es pública, excepto “los datos sensibles”, aquellos que en realidad interesan. De esa manera, la excepción anula la finalidad de la ley y, en consecuencia, todos los funcionarios, sin excepción, son formalmente honestos. La legislación es una simple formalidad.
Justamente, en estos días, la prensa puso a prueba esa voluntad de honestidad. Un medio digital puso en tela de juicio el veloz enriquecimiento de uno de los líderes de la legislatura oficialista. Ya en 2021, el diputado en cuestión ocultó en su declaración de probidad la posesión de una vivienda en San Martín. Testificó no poseer ningún inmueble. Posteriormente, en nueve meses, apareció con seis propiedades, desde un apartamento en la Escalón hasta terrenos en el golfo de Fonseca, valorados en medio millón de dólares aproximadamente. Su liquidez y su salario —nada despreciable, por cierto— no explican tamaño enriquecimiento. Al parecer, el financiamiento proviene de un banco estatal que proporciona préstamos millonarios en condiciones especiales a los altos funcionarios y sus familiares. Un privilegio fuera del alcance de cualquiera.
Simultánea e incoherentemente, la dictadura agregó a Casa Presidencial una dependencia para promover la moralidad en el sector público, un reconocimiento implícito de la inmoralidad reinante. En consecuencia, formará en principios y virtudes. No solo a los funcionarios, sino también al conjunto de la sociedad. La indecencia no se supera con leyes, sino con prácticas honestas y, por tanto, de cara a la opinión pública. El legislador de novedades no ha superado aún el vicio decimonónico de pensar que legislar es gobernar.
La virtud no prevalecerá mientras la dictadura no persiga a los corruptos con la implacabilidad que usó contra los pandilleros. El sermón o la arenga entran por un oído y salen por el otro, porque el corrupto se sabe inmune. En la colonia, los altos funcionarios colocaban sobre su cabeza las órdenes reales, mientras recitaban: “Obedezco, pero no cumplo”. La puesta en práctica de la virtud debe empezar limpiando las dependencias presidenciales. Ensañarse con el estafador o el ladrón de poca monta es insignificante. No convence del compromiso del oficialismo con la honestidad.
La legislación de la espiritualidad, que acompaña a la de la virtud, también tiene notas falsas, comenzando por la incapacidad del legislador para definirla. Habla vagamente del “desarrollo integral del ser humano en su dimensión espiritual y existencial”. Una declaración de intenciones sin consecuencias prácticas, dado que no tiene objeto definido. En todo caso, la espiritualidad bien entendida no es materia legislable. Tampoco tiene cabida cuando hay hambre y enfermedad, abandono y miseria. La prioridad es la vida plena, que solo es posible cuando las necesidades básicas están satisfechas. Entonces, se puede comenzar a hablar de la apertura humana a la dimensión sobrenatural.
No obstante, la dimensión ecuménica de la ley es positiva y, sin duda, será bienvenida por las confesiones religiosas. Las incluye a todas, sin discriminación, en sus beneficios. Les promete becas y financiamiento. Una promesa inverosímil. A pesar de ello, una declaración inclusiva en una sociedad de exclusiones, descalificaciones y enfrentamientos es novedosa.
Un régimen que no pierde ocasión para invocar el nombre de Dios debiera prestar más atención a su palabra. Cabe, pues, recordar aquí algunos principios evangélicos claros y prácticos para crecer en humanidad, en decencia y en profundidad interior. Una dictadura que camina en la oscuridad, porque sus obras no resisten la luz, es ajena al reinado de Dios. En cambio, los constructores de ese reino, los hijos de la luz, caminan de día para que sus buenas obras sean vistas por todos. Aquellos que presumen de rectitud ante los demás no debieran olvidar que Dios los conoce muy bien. Y que lo que la mayoría considera de mucho valor, aplaude y admira, para Dios no vale nada. Y, por último, el mismo Hijo de Dios advirtió que no se puede servir a dos señores, porque se aborrecerá a uno y se amará al otro; o bien será leal a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y al dinero.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.