Ahora que ha bajado la fiebre anual por evaluar al Gobierno, es bueno decir una palabra sobre la oposición que tenemos. Antes hay que recordar que cada 12 meses se despedaza o se lisonjea al Ejecutivo como si la marcha del país solo fuera de su exclusiva responsabilidad, cuando la administración pública se divide en tres poderes. ¿Quién evalúa la labor de la Asamblea Legislativa y, sobre todo, del sistema de justicia? ¿Quién les pasa factura a los diputados, jueces y magistrados? A pesar de que las evaluaciones, valoraciones y balances pululan por doquier, muy pocos evalúan a la oposición, a pesar de que también juega un papel importante en la marcha de El Salvador.
La formalización de la oposición en los sistemas políticos está vinculada directamente al desarrollo del parlamentarismo y de los partidos políticos. Antes del surgimiento de estas plataformas, no se podía hablar de “oposición” en el sentido que hoy conocemos. Por consiguiente, lo primero que hay que decir es que la oposición política es característica de las sociedades pluralistas, donde hay campo para la libertad de expresión de ideas e intereses, y para la existencia de grupos que los encarnan. En segundo lugar, y concretamente para el caso salvadoreño, la oposición al Gobierno de Sánchez Cerén no se ha limitado a los partidos políticos ni ha sido ejercida principalmente por ellos.
La principal oposición a este Gobierno y al anterior ha venido de la gran empresa privada representada en la ANEP. Su anterior presidente se caracterizó por ser la voz líder, altisonante y confrontativa, aunque poco fundamentada, de la oposición del país. Con menos disimulo que antes, Arena ha sido la expresión partidaria de esa verdadera oposición, así como los grandes medios de comunicación han sido los altoparlantes de los centros de estudio de derecha encargados de brindar datos para que la oposición intente fundamentar sus posturas. Aunque en sí misma la oposición política es uno de los grandes signos del avance de la democracia, en los sistemas presidencialistas como el nuestro la conducta de la oposición política varía entre la cooperación y el conflicto.
Cuando se aproxima la fecha de elecciones, la oposición tiende a pensar electoralmente y entonces privilegia el conflicto por sobre la cooperación. El problema en El Salvador es que casi siempre se está en elecciones y, por ello, hay mucha más confrontación que colaboración. Acá la oposición no entiende su papel como un ejercicio de control de las actuaciones del poder, sino como un bloqueo sistemático a todas sus iniciativas. “No dejar gobernar” es la consigna que se aplica bajo la creencia de que eso asegurará el triunfo en la próxima elección presidencial. Este tipo de oposición es la que ejerció el FMLN cuando estaba fuera del Ejecutivo y la que han aplicado hasta hoy los actores críticos del Gobierno de Sánchez Cerén, entre ellos Arena, los grandes medios de comunicación y la gran empresa privada.
En el país, toda iniciativa gubernamental es descalificada por la oposición, sobre todo si su implementación puede suponer réditos políticos. Queda en un plan muy secundario que la medida pueda ser de beneficio para la población, porque lo primero son los intereses electorales. Probablemente ni se trate de un asunto de diferencias ideológicas, pues el actual Gobierno no se ha distanciado de las premisas estratégicas de sus predecesores de derecha. El interés particular ciega a la oposición y la hace incapaz de reconocer algo positivo en el que consideran su adversario político. En realidad, así como el partido que obtiene la mayoría de votos y llega al poder tiene todo el derecho a desarrollar su plan de gobierno, el resto de partidos tienen derecho a criticar los programas y las decisiones oficiales y, sobre todo, a plantear alternativas.
Gobierno y oposición son dos polos de un mismo proceso político, ambos puestos ahí por la ciudadanía, que es la que en definitiva sufre los efectos de la polarización partidaria. Por eso debe ser tan condenable el abuso del poder como el ejercicio de una oposición mezquina que solo busca satisfacer intereses personalistas y partidarios.