Palabras más, palabras menos, la frase que titula este editorial fue dicha recientemente por una de las personas más ricas de El Salvador. Por supuesto, no se refería a su situación económica ni a la del grupo al que pertenece. Lo dijo a propósito de la actual situación del Gobierno, aunque la frase bien puede ser aplicada a las miles de familias salvadoreñas que tienen que rebuscarse todos los días para comer. Es cierto que el panorama pinta muy complicado, como por fin lo reconoció el Presidente de la República. También lo es que hay que plantar cara a la ineficiencia, a los gastos superfluos, a la corrupción. Y nadie puede negar que ha habido incapacidad para gestionar esta crisis. Lo que no es cierto es que la cuestión sea de ahora y que se deba exclusivamente a los actuales gobernantes.
En prácticamente todas las latitudes del mundo, el problema lacerante de la desigualdad se ha vuelto centro del debate público. Incluso en instancias internacionales capitalistas como el Foro Económico Mundial, la desigualdad es motivo de preocupación. En su informe de 2013, el Foro señalaba que la desigualdad “repercute en la estabilidad social dentro de los países y amenaza la seguridad a escala mundial”. En la actualidad, el 20% más rico de la población del planeta consume el 90% de los bienes producidos, mientras que el 20% más pobre consume solo el 1%. También se estima que las 20 personas más ricas tienen recursos iguales a los de mil millones de pobres. Se ha alcanzado niveles tan deshumanizantes que, de acuerdo a Oxfam, en 2016 la fortuna del 1% más rico superará el patrimonio del 99% restante, a menos que se revierta la actual tendencia de desigualdad y concentración de riqueza. Peor aún, para algunos especialistas, esta dinámica es casi irreversible. Pero o la cambiamos, o el mundo no tendrá viabilidad.
Esta hiriente realidad global tiene su correlato en nuestro país. Hasta hoy se reconoce que hay crisis, pero esta viene de lejos. Y si bien ha afectado a grandes sectores de la población, no a las élites del poder económico, cuyo patrimonio se cifra en 20 mil millones de dólares. Como se ha dado a nivel mundial, en El Salvador, la minoría pudiente ha visto crecer su riqueza. Sus integrantes están vinculados entre sí para proteger sus intereses y todos pertenecen o están amparados por el mismo partido político. El escandaloso monto de la evasión y elusión fiscal, estimado en cerca de 1,500 millones de dólares anuales, explica en parte la bonanza económica de los más ricos en tiempos de vacas flacas.
Los que más tienen han provocado o al menos permitido la debacle actual. Desde la ética, no debería aceptarse que la extrema riqueza conviva con la miseria. Como dijo uno de los padres de la Iglesia, san Juan Crisóstomo: “Si las riquezas producen pobreza en lugar de resolverla, no son riquezas, sino armas de destrucción de aquello que por naturaleza es el ser humano”. O como afirmó san Ambrosio: “Cuando alguien roba los vestidos de un hombre, decimos que es un ladrón. ¿No debemos dar el mismo nombre a quien pudiendo vestir al desnudo no lo hace? El pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa, pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que tu acumulas pertenece a los pobres”. Por desgracia, en El Salvador, la extrema riqueza deslumbra y se regodea en sí misma, ensalzada por los lentes mediáticos, pero no mueve a la reflexión ética fuera de los círculos de especialistas. Mientras ello no cambie, las grandes mayorías de la población seguirán con la soga al cuello.