Muchas son las noticias y comentarios que en estos días se han vertido sobre el escalafón de los empleados del Ministerio de Salud. El tema es objeto de atención porque el Ministro de Hacienda ha afirmado con claridad que no hay fondos para financiarlo, y ello, como cabía esperar, ha generado protestas (cierres de calles y reducción de labores) por parte de los empleados del sector. La ley que creó el escalafón del Ministerio de Salud se aprobó en marzo de 1994, a iniciativa del presidente de aquel entonces, Alfredo Cristiani; la normativa entró en vigencia el 1 de mayo del mismo año.
Si bien quizás era necesaria en el tiempo de su aprobación, en la actualidad la ley no responde en absoluto a la realidad del país. Además, el contenido no se corresponde al título, pues no creó un escalafón, sino más bien un sistema de clasificación de puestos y la escala de pagos correspondiente, a fin de definir con criterios técnicos la asignación salarial. La ley buscó poner fin a la disparidad y desigualdad salariales en el Ministerio de Salud. El problema es que no definió el sistema de méritos requeridos para pasar de un nivel salarial a otro; más bien, otorgó a todos los trabajadores del ramo un incremento anual sustancial, basado en la antigüedad y en una supuesta evaluación de desempeño.
Como es costumbre en nuestro país, las leyes se piensan y elaboran para responder a una coyuntura determinada; no se prevé lo obvio: las circunstancias suelen cambiar con el tiempo. El error de la ley de marras fue dejar fijos los porcentajes de incremento anual, tanto por desempeño como por antigüedad, establecidos con base en los altos niveles de inflación de aquellos años, sin considerar que llegaría un día en que la inflación sería muy baja y que la economía estaría dolarizada. La ley entiende como escalafón lo que en realidad es un incremento anual salarial, que puede variar entre el 3% y el 5% en función del desempeño (si este es evaluado como regular, bueno o muy bueno). Además, añade un incremento del 3% por antigüedad. Hoy en día, dados los bajos niveles de inflación del país, la difícil situación fiscal y la deficiente atención que se dispensa en la red de salud pública, esos porcentajes de incremento son excesivos.
Para la eficiente operación de la administración pública es imprescindible contar con buenos funcionarios, que posean las competencias y conocimientos requeridos para desempeñar de la mejor manera el trabajo asignado. También es necesario que sean personas con vocación de servicio. A estos funcionarios hay que pagarles bien y reconocerles su esfuerzo. Sin embargo, este tipo de empleados escasea en el Estado salvadoreño. Ciertamente, hay algunos pocos muy buenos, incluso ejemplares, que realizan su trabajo con diligencia, que atienden a la gente servicial y respetuosamente, y que cuidan de los bienes estatales con esmero. Pero la mayor parte de los funcionarios públicos del país no están capacitados para realizar su trabajo, no tienen espíritu de servicio, no piensan en el bien común.
Esta situación se debe en buena medida a la forma en que el Estado recluta a sus funcionarios y a los criterios con los que los supervisa y evalúa. En El Salvador, por lo general, las plazas en el Gobierno se obtienen por afinidad política, amiguismo, nepotismo; a ellas llegan los que tienen la influencia o los conectes necesarios. Y la evaluación del desempeño está viciada por los mismos males: se evalúa mejor al que es más fiel, más amigo, más sumiso a la jefatura o al partido; no al que realiza mejor su trabajo, al que más se esfuerza, al que demuestra con hechos su deseo de servir a la población. Para cuadrar este círculo vicioso, en muchas de las instituciones estatales los sindicatos solamente están para alcanzar y proteger prebendas y privilegios, independientemente de la calidad del trabajo de sus afiliados.
Así las cosas, no está justificado ni es justo que los funcionarios públicos gocen de incrementos salariales mayores a los que percibe la gran mayoría de la población; incrementos que no están condicionados a méritos ni a la calidad del servicio que se presta. Si el mérito y el buen desempeño fueran factores decisivos para el incremento de los salarios, cabría hablar de un escalafón. De hecho, un escalafón racional para todos los funcionarios públicos es una necesidad. Para ello habría que reformar las leyes, a fin de crear una única que regule sus salarios sin excepciones, que respete el principio de igualdad salarial y que premie el buen desempeño. Ello, por supuesto, atendiendo a la realidad del mercado laboral del país y a la capacidad financiera del Estado.