De lo incomprensible a lo comprensible

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Las noticias nos dicen que la semana pasada hombres armados, disparando desde un pick-up, asesinaron a un niño de 12 años e hirieron a su madre que lo acompañaba a la escuela. Un hecho totalmente incomprensible y mucho menos justificable, escrito en los periódicos, negro sobre blanco, como una noticia más de la brutalidad que nos invade desde hace años. Noticia que pasa, que nos indigna momentáneamente y que colocamos tensamente en la colección de lo que queremos olvidar. Pero los datos son insistentes y la brutalidad, que no es ni ha sido parte de nuestra cultura tradicional, se nos impone en el día a día de la impunidad.

Casi simultáneamente se publicaba un dato del Departamento de Seguridad Interior de los Estados Unidos; probablemente, un dato cuyos números son inferiores a la realidad, pero que son indicativos. Decía esta oficina norteamericana que los salvadoreños constituyen el cuarto grupo de extranjeros inmigrantes en Estados Unidos. Sin embargo, en número de indocumentados, somos el segundo país, después de México, que es con mucho el primero de las dos listas (número total de migrantes y número de migrantes indocumentados).

Aparentemente, las dos noticias no tienen mucho que ver, aunque están profundamente unidas. Decíamos al principio que la cultura salvadoreña no es de brutalidad. Al contrario, la compasión, la sensibilidad ante el que sufre, suele ser dominante, pese a que con frecuencia no tengamos sensibilidad ante los problemas estructurales y la injusticia. Es esa cultura enemiga de la brutalidad la que empuja a los salvadoreños y salvadoreñas hacia fuera de nuestras fronteras. Así empezó el ansia migrante de El Salvador durante la guerra, y así siguió en nuestros días: empujada por la pobreza, pero también, y en una dimensión fuerte, por la inseguridad y la violencia. Una mayoría buena empujada hacia fuera de su país por una minoría violenta e impune. El ver que la impunidad reina, aterroriza y provoca distintas formas de huida. El que puede huye hacia la seguridad privada, hacia las residenciales sistemáticamente protegidas y alambradas, y a los centros comerciales resguardados con armas pesadas. La otra huida es hacia más allá de nuestras fronteras.

Aunque muchos ven como ganancia el hecho de que vengan remesas, lo cierto es que perdemos mucho más de lo que ganamos. Continuamente decimos que lo mejor de El Salvador es su gente. Pues bien, eso que es lo mejor de El Salvador es lo que se va afuera de El Salvador. La gente envía generosamente sus remesas porque es buena. Pero sería mejor que esa gente buena estuviera dentro del país produciendo para El Salvador y multiplicando la cultura del trabajo, responsabilidad y generosidad humana que llevaron consigo hasta Estados Unidos.

La brutalidad de las noticias, como la del asesinato de un niño de doce años que va rumbo a la escuela con su madre, es la que impulsa a la gente a marcharse y a soñar con llevarse a sus hijos en cuanto puedan. El mal de muy pocos pesa demasiado en un país que tiene gente buena dentro y fuera, y que son la inmensa mayoría. Tal vez los buenos han delegado demasiado su responsabilidad en la Policía, en el Estado en general, y no han sabido ni unirse ante propuestas concretas, ni reclamar justicia con la fuerza adecuada. Si hubo valor en el pasado para crear una tercera fuerza que se oponía a la locura de la guerra e insistía en que avanzaran las conversaciones de paz, tal vez haga falta ahora una fuerza civilista que se manifieste, que insista y que haga patente en El Salvador que la cultura de paz es más poderosa que el miedo, que la impunidad y que la violencia que lleva a asesinar a niños de doce años.

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