Ante la inminencia de las elecciones presidenciales, se ha desatado una intensa especulación sobre aquello que podría cambiar las tendencias que muestran las encuestas. Para muchos, la respuesta estaría en la negativa del candidato que lidera las intenciones de voto a participar en debates públicos. Así, la propaganda de algunos institutos políticos y de sus aliados, y la tinta de algunos articulistas se han volcado en sacar provecho de la negativa de Bukele a debatir públicamente. En el fondo, creen que un desliz o una equivocación en un debate puede provocar una derrota y unas buenas respuestas garantizan la victoria, y que la inasistencia juega en contra del candidato que toma esa decisión. Sin embargo, la ciencia política señala que una cosa es la importancia que se le atribuya a los debates y otra su peso real para definir los resultados electorales.
Indudablemente, los debates públicos contribuyen al ejercicio del derecho a la información y a la reflexión antes del sufragio. Son tan importantes en un proceso electoral que el pensador Amartya Sen afirma que “la fuerza y el alcance de las elecciones dependen en gran medida de la posibilidad del debate público abierto”. El filósofo estadounidense John Rawls los llamó “el ejercicio de la razón pública”. Miles de años antes, el gran orador y político ateniense Pericles, en el año 431 a.C., sostuvo que el debate no es lo que perjudica la acción; por el contrario, lo que la daña es no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que se pretende hacer. Hoy en día, la mayoría de las opiniones coinciden en que los debates enriquecen el ejercicio democrático. Pero de ahí a creer que el desempeño en un debate sea decisivo para los resultados electorales hay un salto demasiado grande.
Los académicos James Stimson, Robert Erikson y Christopher Wlezien, luego de analizar las campañas presidenciales estadounidenses del período 1952-2008, concluyeron que, exceptuando la elección presidencial de 1976 entre Jimmy Carter y Gerald Ford, ningún debate produjo un cambio sustancial en la decisión del electorado. La práctica política en el resto del mundo no contradice ese hallazgo: diversos candidatos que en su momento lideraron las intenciones de voto no aceptaron debatir con sus contrincantes. Valgan tres ejemplos latinoamericanos. El hoy presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se negó a participar en más debates de los que exigía la ley electoral, lo que le costó un aluvión de críticas y quedar fuera de los reflectores mediáticos en los momentos más intensos de la campaña. En 1999, se interrumpió la tradición uruguaya de debates presidenciales cuando Jorge Batlle, quien lideraba en las encuestas, se negó a debatir con Tabaré Vázquez. Las críticas fueron infinitas, pero Batlle ganó. Cinco años más tarde, Tabaré Vázquez se negó a participar en debates y terminó ganando las elecciones el 1 de marzo de 2005.
Sí, los debates públicos son importantes, pero no porque puedan cambiar los resultados de una elección ni porque sean una forma de legitimarlas, sino porque abonan a la transparencia y a los procesos ciudadanos de reflexión y decisión, cuestiones clave para el fortalecimiento de la democracia. En este sentido, de cara a su desempeño en las urnas, un candidato no tendría nada que temer tanto si decide participar en un debate público como si se abstiene de hacerlo. Más bien, lo que mostraría dicha decisión es cuánto importa para él el intercambio de ideas, el diálogo.