Seguimos importando armas ligeras para uso personal en una cantidad desproporcionada, convencidos de que es una buena manera de defenderse de la delincuencia. No importa que más del 80% de los homicidios se cometan con armas de fuego. Continuamos con una población carcelaria en progresivo aumento, con índices de hacinamiento reñidos tanto con la justicia como con cualquier intención seria de rehabilitación. Y aunque el número de presos crece día con día, el número de homicidios no se reduce. La migración nos desgasta como país, pero siempre hay personas que creen que las remesas serán la base de una supuesta recuperación económica. La cantidad de niños migrantes se dispara hasta alcanzar niveles que ya apuntan a un serio problema humanitario. Pero nos quedamos tranquilos cuando personas como Donald Trump insultan a los migrantes, desprecian y llaman ladrones a la gente buena y necesitada que ha migrado hacia el norte.
Nos alegramos cuando los gobernantes y dignatarios norteamericanos nos dicen que tenemos que luchar contra la corrupción. Pero vemos como un atentado que un país extranjero reclame la extradición de militares por graves violaciones a derechos humanos. Vemos con optimismo la renovación del tratado de libre comercio con Estados Unidos, a pesar de que todo TLC suele implicar renuncias a la propia soberanía. Pero la defendemos después en casos de mucho menos peso. Ensalzamos los pequeños avances, pero nos negamos a examinar estructuras sociales y redes de protección social que mantienen al país dividido y desigual. Nos preocupa que el Fiscal General de la República diga que hay una especie de conspiración contra él, pero no mostramos mayor interés por hacer una evaluación a fondo de la Fiscalía y dotarla adecuadamente.
La larga lista de contradicciones —y se podrían poner muchas más— nos muestra con vehemencia que no encontramos realidad. Construimos modos de pensar, opiniones, según conviene a los intereses de grupos (especialmente de los dominantes), sin importarnos la problemática más dura del pueblo salvadoreño, ni el mundo en que vivimos, ni la cultura internacional, ni el razonamiento serio. Estamos ausentes de nuestra propia realidad hablando con frecuencia de valores, ideas y propósitos en los no creemos o con los cuales no queremos vivir en coherencia. Y en vez de dialogar sobre los problemas para buscar soluciones que protejan y ayuden a la mayoría, nos dedicamos a ahondar divisiones. En general, pero sobre todo en la política, se intenta usar cualquier tipo de situación difícil para atacar al contrario.
La polarización crece y se utilizan todos los medios posibles para acrecentarla. Las redes sociales son propicias para ese tipo de ataques, añadiendo mal gusto, faltas de educación y una terrible agresividad. La intolerancia, la interpretación negativa de la diversidad de opinión, la negativa al diálogo entre los liderazgos empuja a El Salvador a entrar en un camino de deshumanización. Si quienes tienen autoridad o poder se muestran divididos, agresivos entre sí, defendiendo siempre lo propio y atacando lo ajeno, no podemos asombrarnos de que un sector del pueblo salvadoreño siga sus ejemplos con métodos todavía más violentos. Los medios de comunicación, tratando con desigualdad, según sus intereses, los diversos problemas, añaden agresividad a la situación. Y más cuando permiten insultos o calumnias en los comentarios a las noticias publicadas en Internet.
Hablamos siempre de los Acuerdos de Paz, excelente resultado de un trabajo de diálogo. Pero nos negamos a ser consecuentes con las grandes loas que solemos derrochar en los aniversarios de su firma. Al contrario, en ocasiones incluso tratamos de manipularlos contra quien no piensa como nosotros, olvidando intencionalmente el texto mismo. Los pensadores de actualidad suelen poner el inicio de la ética en el hecho de que todos los seres humanos somos interlocutores válidos. En otras palabras, todos, al tener la misma dignidad, podemos dialogar sobre nuestras diferencias y llegar a acuerdos de convivencia. En ese sentido, si tuviéramos que tomarle el pulso a la ética de los políticos, detectaríamos que está por los suelos. No solo por lo que van descubriendo últimamente las instituciones, sino por esa incapacidad de diálogo alimentada sistemáticamente desde la polarización y las diatribas. Encontrarnos con la realidad, hablar objetivamente sobre ella, conseguir mediadores cuando los grupos o intereses entran en contradicciones obsesivas son caminos indispensables para el diálogo que tanta falta nos hace.