Por lo menos para la ciudadanía que quiere ejercer un voto razonado, fruto de una valoración previa de propuestas y candidatos, las elecciones presidenciales del 3 de febrero suponen una decisión muy difícil. Las tres candidaturas con alguna posibilidad de éxito tienen contrapesos claros. Por un lado, el FMLN lleva una fórmula presidencial que, a juicio de muchos, ha destacado sobre las otras en los diversos espacios en los que han participado. Sin embargo, el mayor contrapeso para Hugo Martínez y Karina Sosa no viene de fuera, sino de su mismo partido; más específicamente, de su dirigencia, que no cambió un ápice ni con la debacle electoral del 4 de marzo de 2018. Su obsolescencia está a la vista. Las declaraciones de algunos de sus miembros confirman que están en una dimensión distinta a la de la mayoría de la población. La asombrosa defensa de los regímenes de Nicaragua y Venezuela, con participación incluida del Presidente de la República en la toma de posesión de Nicolás Maduro, hace más pesada la losa que cargan los candidatos del FMLN.
En una situación quizá menos desventajosa por no estar ejerciendo el poder, pero similar a la del FMLN, se encuentra la fórmula presidencial de Alianza por un Nuevo País. A pesar del tiempo transcurrido desde la última administración de Arena, la corrupción durante los 20 años de gobierno del partido de derecha les resta posibilidades de victoria a Carlos Calleja y Carmen Aída Lazo. Como se ha dicho antes en este espacio, Arena tiene que luchar contra dos estigmas: el de la corrupción y el de ser el partido de los ricos. El empeño de la fórmula en distanciarse de la historia del partido probablemente ayude a luchar contra el primero de los estigmas, pero, obviamente, los candidatos no son la mejor opción para luchar contra el segundo. Además, algo en Calleja y Lazo no termina de hacer clic con las simpatías de la población; quizás sus personalidades, pese a la fotogenia del primero.
Frente a la dura situación nacional y el profundo desencanto con los dos partidos tradicionales, una amplia mayoría quiere algo diferente, sin importar mucho cómo y de dónde venga. Esto es lo que está explotando Nayib Bukele. El fenómeno de Bukele no es exclusivo de El Salvador; se inscribe en la tendencia mundial de los outsiders, que surgen como respuesta a la vieja política y sus mañas. Jair Bolsonaro fue elegido presidente de Brasil después de autoproclamarse candidato de la antipolítica y la anticorrupción. Emmanuel Macron consiguió entusiasmar a los franceses argumentando que la división entre derecha e izquierda era cosa de una política superada y creó su propio movimiento, que lo llevó a convertirse en el mandatario más joven en la historia de Francia. Y hay más ejemplos: Jimmy Morales en Guatemala, George Weah en Liberia, Donald Trump en Estados Unidos…
Bukele forma parte de ese grupo. Prueba de ello es que su principal —y quizá única— bandera de campaña reivindica su supuesta distancia a “los mismos de siempre”. Pero Bukele no ha demostrado con firmeza que, una vez en el poder, será distinto de aquellos a los que critica. Más bien da señales de lo contrario. Por ejemplo, dejando de lado el partido que lo postula, no se ha tomado en serio la construcción de un plan de Gobierno y no pocos de quienes lo rodean arrastran una cuestionada trayectoria. Por otra parte, es un misterio quiénes financian su campaña y no ha dado muestras de pretender transparentarlo.
Este panorama diferencia a las elecciones del 3 de febrero de las anteriores. Por un lado, conformarse con votar por el menos peor no es una opción para quienes desean elegir responsablemente. Por otro, la desesperación y el cansancio han provocado que muchos tengan claro lo que no quieren y se abran a lo nuevo, sin que haya certeza de que será mejor. El futuro, pues, es incierto. Puede que la apuesta por la novedad resulte bien o que, como ha sido en Guatemala, Estados Unidos y Francia, solo complique más lo que ya era calamitoso. Es esta una verdadera encrucijada.