En El Salvador, la corrupción ha encontrado siempre caminos fáciles. Es cierto que mejorar la legislación ayuda a combatirla, pero hay otros elementos que favorecen que encuentre nuevas vías para abrirse paso. Y son esos elementos los que hay que combatir para que la lucha contra la corrupción tenga efectos duraderos.
El primero es la estructuración socioeconómica y cultural del país. La tradicional impunidad de la que ha gozado la pequeña pero poderosa élite económica es fuente permanente de corrupción. Se están destapando casos en los que parece evidente el lavado de dinero, el cual se ha realizado a través de operaciones bancarias locales. Sin embargo, los bancos no parecen advertirlo y no son investigados, mucho menos multados. La prescripción de los delitos económicos hace casi imposible investigar la corrupción cuando dos Gobiernos consecutivos encubren al que los precedió. Estamos viendo ahora, con el caso de los sobresueldos, una costumbre de larga data que no podrá investigarse más allá de la administración de Antonio Saca. Pero quien tiene un mínimo de memoria recordará a Kirio Waldo Salgado acusando en televisión, documentos en mano, al entonces presidente Cristiani de repartir dinero de un modo ilegal entre varios de sus colaboradores.
La desigualdad es otro elemento que fomenta la corrupción. Los funcionarios o empleados públicos de bajo nivel aceptan fácilmente sobornos siguiendo el ejemplo de algunos de sus superiores, incluidos ministros y fiscales con sobresueldo. Un salario deficiente, como el que tiene un policía de base, unido a la gran diferencia con los sueldos de los jefes, es siempre una tentación para la corrupción. Por otra parte, el PNUD estima que el sector socioeconómico que reúne a más salvadoreños es el que llama de los vulnerables. Y le denomina así al conjunto de personas, casi el 50% de la población, que está en riesgo de caer en la pobreza. Evidentemente, es más fácil sortear ese riesgo a través de la trampa y la corrupción que por medio del trabajo duro en una sociedad como la salvadoreña, con poca movilidad social y con una afincada dinámica de transmisión intergeneracional de la pobreza.
Al mismo tiempo, y a pesar del avance que ha significado la puesta en funciones del Instituto de Acceso a la Información Pública, diversas estructuras del Estado continúan impulsando una política informativa obstruccionista y oscura. Instituciones como la Asamblea Legislativa o la Fuerza Armada de El Salvador, cuando no la propia Presidencia de la República, hacen todo lo posible para no dar información. Y cuando no les queda de otra que entregarla, retrasan el proceso lo más posible para desanimar al ciudadano solicitante. Lo típico en esa estrategia es poner trabas ridículas. Por ejemplo, cuando se pide documentación sobre algún asunto, le dicen al solicitante que dé el título del escrito que busca. Por supuesto, si se pregunta por la existencia de documentación sobre determinado tema, está implícito que no se conocen los títulos de los textos. En este sentido, da la impresión de que muchos oficiales de información han recibido un curso sobre cómo entorpecer los reclamos ciudadanos de transparencia.
Hasta el momento, la incapacidad estatal de enfrentar redes sistemáticas de corrupción, algunas de ellas ligadas al narcotráfico, vuelve más débil la lucha contra el flagelo. Curiosamente, una labor de inteligencia policial que descubrió una trama de corrupción en la que figuraban jueces, fiscales, militares, policías y empresarios, y que estaba ligada a un cartel salvadoreño de droga, no animó a la constitución de un grupo especial que investigue a fondo esa realidad. Por el contrario, concluyó con el enjuiciamiento, prácticamente sin ninguna prueba, de cuatro de los policías, acusados de revelar secretos oficiales; un juicio con demasiados rasgos de estar amañado. Aunque hay datos suficientes para presuponer la inocencia de los cuatro agentes, lo cierto es que cuando el Estado no reacciona ante una investigación seria, el funcionario tiene el derecho a denunciar la situación.
Impunidad de los más poderosos, desigualdad profunda, confabulación de algunas instituciones públicas para evadir o frenar las solicitudes ciudadanas de información, e ineficiencia estatal a la hora de corregir prácticas corruptas o de perseguir entramados de corrupción ligados al crimen organizado son algunas de las causas de que la corrupción continúe siendo un problema grave en El Salvador. Enfrentarlas no debería ser difícil. Pero de momento los esfuerzos parecen ir dirigidos hacia algunos poderosos caídos en desgracia. Ciertamente, ello podría tener, en el mediano o largo plazo, resultados positivos, pero de momento la persecución de corruptos del pasado parece más una operación mediática encaminada a dar la impresión de que se combate la corrupción, aunque no se toquen sus causas. Como dice la expresión popular, un esfuerzo por “taparle el ojo al macho”.