Es un hecho que tanto en los Gobiernos de Arena como del FMLN ministros y viceministros cobraban sueldos extra. Todos lo sabíamos. En privado, incluso algunos de ellos lo reconocían. Se trataba de un sobre con una cantidad que con frecuencia duplicaba lo que se ganaba nominalmente. El dinero entraba sin papeles ni recibos, y por supuesto no se declaraba. Algo parecido a los sobornos, el blanqueo de capitales y otras formas de burlar al fisco. Y muchos de quienes recibían esos sobres eran personas respetables, con prestigio social, con educación y actitudes democráticas. Nos podemos preguntar cómo es posible que tal o cual persona aceptara ese dinero. Pero esa es o era la costumbre inveterada. En el país, el Estado fue siempre una fuente de enriquecimiento para quienes lo administraban; aprovecharse de él se convirtió en algo natural. Lo más grave es que no se advertía que el propio Estado favorecía la evasión de impuestos de sus funcionarios. Era la corrupción perfecta, la que nadie consideraba tal.
Todavía hoy, si se afirmara que todos los que recibieron sobresueldos son simple y llanamente unos corruptos, algunos replicarían que se exagera. Tampoco parece corrupción dar puestos y trabajos en el Estado a parientes y amigos que, más allá del mérito, solo muestran capacidad de decir amén a toda decisión del partido. O como los seguros médicos privados pagados con fondos públicos, un verdadero acto corrupto que se disfraza de prestación social, contrato colectivo o derecho del trabajador. Y esto sin entrar en otras formas de corrupción como la de acumular riqueza a costa del Estado privatizando bancos y empresas estatales. Viendo todo ello se puede decir que en El Salvador hay un verdadero festival de corrupción, en el que participan desde el pequeño al grande, salvando siempre algunas excepciones.
En la Edad Media se decía “Corruptio optimi, pessima”, “La corrupción de los mejores es la peor”. Se entendía por los mejores a los que habían llegado al liderazgo de las instituciones públicas o religiosas. Y la razón de entender como pésima la corrupción de los más importantes, diríamos hoy, es que la gente que está en puestos señeros, da opinión y tiene responsabilidades públicas se convierte en ejemplo para la mayoría. Si ellos roban, pueden preguntarse los de la llanura, ¿por qué no voy a robar yo? Y cuando en un país bipartidista como el nuestro los dos partidos más grandes son igual de rapaces y trapaceros, capaces incluso de alentar la evasión de impuestos entre los miembros de sus cúpulas, su influjo en el deterioro moral es fatal. La corrupción, entonces, como la Hidra de la mitología, multiplica cabezas. Es muy fácil echarle la culpa de todo lo que pasa al enemigo político o a las pandillas. Pero la evidencia nos dice que mientras el liderazgo político permita y organice diversas formas de corrupción, será difícil vencer otras formas de hurto, robo o violencia.
Es cierto que los problemas de El Salvador son muchos y que algunas de las cuestiones mencionadas no son las más graves, pero un país que convive tranquila e institucionalmente con diversas formas de corrupción, aunque sean larvadas, no sale adelante. Nuestros recursos son limitados y prácticamente el 80% de la población está en la pobreza o la vulnerabilidad. Que en las élites abunde la corrupción, el favoritismo, el uso irresponsable del dinero, la manipulación, impide solucionar los grandes problemas nacionales. La decisión de desterrar la corrupción en todas sus formas, incluidas las aparentemente pequeñas e inofensivas, es básico para la reconstrucción de un país tan desigual, tan plagado de violencia, tan dispuesto a la mentira para encubrir situaciones que nada tienen que ver con la racionalidad, la justicia o la democracia.