La actuación del Gobierno estadounidense con relación al Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) hay que ubicarla en su justo contexto para evitar interpretaciones equivocadas, maliciosas, ideologizadas o electoreras acá en El Salvador. La inmigración fue, si no el primero, uno de los temas más importantes en la carrera electoral de Donald Trump. Muros, deportaciones masivas y dureza contra los migrantes fueron las constantes de su campaña. Prometió “eliminar” a los 11 millones de migrantes indocumentados, a quienes se refirió de forma discriminativa y haciendo alarde de ignorancia, como es típico en él. En el discurso de lanzamiento de su candidatura, en junio de 2015, la cuestión central fue, de nuevo, la inmigración, tema que, según diversos analistas, le granjeó la mayoría de votos en las elecciones.
La posible supresión del TPS hay que leerla como parte de esa mentalidad, que ve a los migrantes como enemigos de los “verdaderos” estadounidenses, es decir, los blancos anglosajones. Distinto es que para hacer operativa esa visión se utilicen como justificación las actuaciones y declaraciones de funcionarios de ciertas naciones. El TPS fue implementado por el Gobierno de George Bush padre en 1990 para extranjeros que no pudieran regresar a su país de origen debido a desastres naturales, conflictos armados o condiciones extraordinarias. Los hondureños y nicaragüenses en Estados Unidos recibieron el TPS después del huracán Mitch, en 1998; los salvadoreños y haitianos luego de los terremotos de 2001 y 2010, respectivamente. Desde entonces, el Estatus para estas cuatro comunidades de migrantes, que suman ya 300 mil personas, se fue renovando casi automáticamente cada 18 meses. Los salvadoreños representan a la mayoría, con casi dos terceras partes del total.
En realidad, a la administración estadounidense no parece importarle si las causas por las que se concedió el TPS siguen presentes en los países de origen. La guerra social que viven Honduras y El Salvador no pesa nada para Trump. Tampoco que los cuatro países no ofrezcan oportunidades de empleo y superación para sus ciudadanos. El secretario de Seguridad Nacional, John Kelly, dijo que la grave crisis de violencia organizada, la pobreza y el narcotráfico no son factores a tomar en cuenta para valorar el TPS. Es más, el secretario de Estado, Rex Tillerson, reconoció que recomendaron la suspensión del TPS porque, a su juicio, esos factores ya no se justifican en los cuatro países.
Algunos supuestos analistas afirman que Estados Unidos tiene el derecho de deportar a quién quiera y que ante eso no se puede argumentar nada. Si para ellos las consecuencias en los países de origen de una deportación masiva no tienen peso, sí debería tenerlo lo que los acogidos al TPS representan en Estados Unidos. La mayoría de estos migrantes han creado familia allá, son parte de la fuerza laboral estadounidense, adquirieron propiedades, son dueños de negocios, pagan impuestos y contribuyen a la seguridad social. El Centro de Recursos Legales para Inmigrantes estima que los salvadoreños y hondureños con TPS contribuyen cada año con cerca de 4,100 millones dólares al PIB estadounidense.
Al Gobierno de Trump le tiene sin cuidado el alineamiento ideológico de los países de origen de los beneficiarios del TPS. Si se argumenta que la anunciada suspensión del TPS para los nicaragüenses obedece a esta causa, ¿cómo explicar la suspensión en mayo pasado del Estatus para la comunidad de haitianos, compuesta por 50 mil de ellos? El 31 de agosto de 2016, en su discurso sobre la migración, Trump dejó clara cuál es su verdadera preocupación: “Solo hay un problema central en el debate migratorio, y ese problema es el bienestar de los estadounidenses”. Ese es el criterio que priva en la decisión de deportar o no. Lo demás es accesorio.