¿Hasta cuándo, Honduras?

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Editorial UCA
27/06/2019

Honduras continúa desangrándose en una crisis sociopolítica que es producto de repetidas violaciones a la legalidad e institucionalidad por parte de quien debería ser el primero en respetarlas y fortalecerlas. A esta altura, el presidente Juan Orlando Hernández se mantiene en el poder solo por el apoyo de los militares y el respaldo de Estados Unidos. El último episodio de la crisis hondureña comenzó hace unos dos meses con la aprobación, el 25 de abril, de decretos que abren las puertas a la privatización de la salud y la educación. Los primeros en reaccionar fueron los gremios que trabajan en esas áreas, a los que muy rápidamente se sumaron campesinos, taxistas y camioneros con sus propias reivindicaciones. Luego, un sector de la Policía, incluido el grupo élite encargado de reprimir las manifestaciones, paró labores en protesta por prestaciones de ley y herramientas de trabajo que no se les han dado. Todo este descontento fue respondido con la violencia de la Policía Militar y el Ejército, que ha dejado una lista de muertos y heridos que se suma a la de los periodistas, ambientalistas y defensores de derechos humanos asesinados desde 2009. Hernández no tiene más estrategia que reprimir toda protesta y señalar como responsables de las movilizaciones a defensores de derechos humanos, a fin de criminalizarlos.

El antecedente de esta crisis es de hace 10 años. El 28 de junio de 2009, en Honduras se perpetró el primer golpe de Estado exitoso del siglo XXI. Empresarios, militares y políticos derrocaron al presidente Manuel Zelaya, considerado comunista por el conservadurismo más rancio de Honduras y derrocado con el argumento de que había iniciado el camino para reelegirse. Zelaya fue sacado en helicóptero hacia Costa Rica. Las masivas movilizaciones en contra del golpe fueron reprimidas y las voces disidentes silenciadas por las balas o por amenazas y persecución. En su lugar se puso a un presidente de facto, al que le siguió Porfirio Lobo, señalado por sus vinculaciones al crimen organizado. Cuando Juan Orlando Hernández llegó al poder, cooptó gradualmente todos los poderes del Estado, incluyendo la Sala de lo Constitucional, que permitió la violación de la Carta Magna para que Hernández pudiera presentarse a la reelección. En 2017, en los comicios más cuestionados de la historia de la democracia hondureña, cuyos resultados solo fueron reconocidos después de que lo hizo Estados Unidos en contra del parecer de todas las misiones de observación electoral, Hernández asumió la presidencia por segundo período consecutivo. De nuevo, las protestas callejeras y la convulsión social estuvieron a la orden del día, al igual que la represión.

El hermano del mandatario está preso en Estados Unidos acusado de tráfico de drogas. Y el mismo Hernández ha sido vinculado con miembros del cartel de Los Cachiros en tribunales de aquel país. Sin embargo, es un fiel aliado de Estados Unidos. Dio carta blanca al Ejército y a autoridades antidrogas estadounidenses para actuar en territorio hondureño y no cuestiona la violación de los derechos de los migrantes, muchos de ellos compatriotas suyos, por parte de los norteamericanos. Hernández es hombre de confianza de la nación del norte. La represión del pueblo hondureño no cuenta en el ajedrez geopolítico de Donald Trump. Las recientes palabras de la Conferencia Episcopal de Honduras reflejan bien la tragedia: “Una Constitución violada cuantas veces convenga, unos poderes que no son para nada independientes, un Congreso que se ha convertido en un teatro de pésimos actores, dándole la espalda al pueblo. ¡Basta ya!”.

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