Esta semana se reúnen en Río de Janeiro cientos de miles de jóvenes latinoamericanos y de todo el mundo. Se celebra la Jornada Mundial de la Juventud, por primera vez presidida por un papa latinoamericano. La expectativa es grande, porque el papa Francisco ha conseguido en pocos meses sembrar una fuerte esperanza evangélica de renovación para nuestras Iglesias. Él mismo, redactor del documento de Aparecida, conoce bien las esperanzas y angustias, dolores y alegrías de nuestros pueblos. Sabe que somos la región del mundo con mayor número de católicos, pero también la de mayores índices de desigualdad socioeconómica. De El Salvador han llegado más de dos mil jóvenes, y sus esperanzas son grandes.
Y no es para menos. Los jóvenes latinoamericanos sufren con frecuencia la peor parte de los efectos de las injusticias estructurales que afectan al subcontinente, y ello los obliga a migrar en gran número. Los mayores índices de muerte por homicidio se dan entre los jóvenes. Las muertes por accidente o por enfermedades de transmisión sexual los afectan más a ellos que a otros grupos etarios. Son también los que padecen los mayores índices de desempleo. Y aunque tienen niveles de escolaridad mayores que los de sus padres al comenzar su primer trabajo, reciben un salario con menor capacidad adquisitiva. Escuchar una palabra profética y recibir ánimo en la tarea de transformar la realidad latinoamericana, llena de injusticias y desigualdades, son parte de las esperanzas que acompañan a los jóvenes en esta peregrinación a Brasil.
Los jóvenes salvadoreños, en los últimos días antes de su partida, buscaban ansiosos afiches de monseñor Romero. Muchos de ellos querían mostrar la imagen de nuestro pastor mártir cuando el papa se les acercara. El mismo Francisco los ha animado a eso, al referirse a monseñor Romero como un verdadero santo, e incluso al añadir en algunas conversaciones el nombre de otros mártires salvadoreños, como el del jesuita Rutilio Grande. Y es que urge en nuestros países recuperar los valores más hondos de la fe cristiana, que nos llevan a la transformación tanto personal como de la realidad. El hambre y la sed de justicia, la construcción de la paz, el respeto a los pobres y su dignidad, la solidaridad y la compasión son valores evangélicos urgentemente necesarios. Y nadie mejor que los jóvenes, con su innata generosidad y rebeldía, para tratar de recuperarlos y convertirlos en vida personal y social.
Estamos convencidos de que el papa Francisco tendrá en Río de Janeiro una experiencia en muchos aspectos semejante a la de monseñor Romero cuando decía que con un pueblo como el salvadoreño no costaba ser buen pastor. Francisco lo sentirá con respecto a nuestros jóvenes, generosos y alegres, que buscan una palabra estimulante, evangélica y profética, para regresar a su país con más energía espiritual y vocación de servicio a todos los que son víctimas de la violencia, la injusticia social, la pobreza o la desesperación. Al contrario de otras organizaciones políticas o sociales, Francisco no los manipulará. Les pedirá que sean libres para amar y servir, para anunciar el Evangelio y para impregnar vidas y estructuras sociales con los valores evangélicos.
Seguir en detalle este multitudinario encuentro de jóvenes, escucharlos a su regreso, abrir espacio a sus voces y a su esperanza es para todos un desafío. No podemos decir que los jóvenes son nuestro futuro si no somos capaces de escucharlos y aceptar sus críticas, sus esperanzas y su creatividad como parte de nuestro presente. Las palabras de saludo inicial del obispo de Roma no dejan dudas. Les dijo a los jóvenes —y con ellos, a todos— lo siguiente: "Cristo les ofrece espacio, sabiendo que no puede haber energía más poderosa que esa que brota del corazón de los jóvenes cuando son seducidos por la experiencia de la amistad con Él. Cristo tiene confianza en los jóvenes y les confía el futuro de su propia misión: ‘Vayan y hagan discípulos’; vayan más allá de las fronteras de lo humanamente posible, y creen un mundo de hermanos y hermanas. Pero también los jóvenes tienen confianza en Cristo: no tienen miedo de arriesgar con él la única vida que tienen, porque saben que no serán defraudados".