Que haya delincuentes que actúan con suma crueldad no justifica el trato cruel, inhumano y degradante con el que el Estado actúa en ocasiones. El Estado no debe asemejarse, ni en sombra, a los criminales. Sin embargo, en El Salvador, los principios constitucionales y las convenciones y tratados internacionales que prohíben ese tipo de trato son papel mojado. A una considerable proporción de la gente, influenciada por un espíritu atávico de venganza, le agrada que se maltrate a los delincuentes. En consonancia, la Policía exhibe de manera humillante (medio desnudas, amarradas, hincadas en el suelo) a las personas que captura. La presunción de inocencia se convierte en presunción de culpabilidad. Así, la prisión preventiva funciona no solo como hábito, sino también como castigo a aquellos que por alguna razón, sea política, social o económica, están alejados de quienes tienen autoridad o cargos públicos.
A todo esto se suma una legislación penal rigorista, la imposición de castigos generales en las prisiones por hechos acontecidos fuera de ellas y los proyectos controladores y amenazantes de la libertad ciudadana. Este proceso, constante desde hace décadas, ha alcanzando niveles preocupantes en la actualidad. El proyecto de ley de escuchas telefónicas, por ejemplo, prioriza la seguridad estatal sobre la ciudadana. La saña y el maltrato contra detenidos pertenecientes al FMLN o Arena, negándoles atención médica y medidas alternas a la prisión, es también parte de una peligrosa deriva autoritaria y de un afán gubernamental vengativo. Es en exceso hipócrita pretender representar a las víctimas del pasado mientras se generan víctimas en el presente. La solidaridad con las víctimas del pasado, para ser real, exige desterrar la crueldad.
La cultura de violencia que impera en el país facilita que el Estado haga suyo el vocabulario violento y aplique medidas extremas, violatorias de principios constitucionales y de convenciones internacionales. En buena parte, se están sufriendo hoy los efectos de la permisividad ciudadana frente al abuso de la violencia estatal contra la delincuencia. Urge poner límites antes de que se llegue a extremos de brutalidad. Y le corresponde al Estado hacerlo. Respetar la presunción de inocencia, juzgar en libertad a quienes no suponen una amenaza, facilitar los recursos de gracia frente a sentencias de privación de libertad exageradas respecto al daño social causado son medidas que el Gobierno debería contemplar. El trato cruel y degradante no redime a nadie, solamente crea pautas culturales cada vez más brutales, con terribles repercusiones en la vida social.