Después de la aprobación del proyecto de ley de justicia transicional y del veto del Presidente, le toca a la Sala de lo Constitucional apropiarse de la situación con una audiencia de seguimiento. Si no lo hace, y pronto, las víctimas y los defensores de los derechos humanos, tanto dentro como fuera de El Salvador, tendrán motivos para pensar que los magistrados juegan a eludir sus responsabilidades y a dar facilidades a la posibilidad de impunidad. Esto sería trágico, pues la anterior Sala de lo Constitucional le mostró al país que la Constitución es importante, marca la institucionalidad y da seguridad jurídica a todos. Distraerse del deber sería una ofensa a la ciudadanía, una ruptura con los compromisos constitucionales y de derechos humanos, y un nuevo ridículo internacional. La Sala debe honrar sus propias palabras, que prometieron una audiencia de seguimiento de la sentencia de 2016 cuando la Asamblea Legislativa terminara de redactar el proyecto de ley.
Varias y diversas instituciones se han dirigido ya a la Sala pidiendo dicho seguimiento y el análisis del proyecto de ley vetado, así como del veto presidencial. Esperar para ver si la Asamblea supera o no el veto es simple y sencillamente perder tiempo. Los jueces en general están obligados por la Constitución a brindarle a la ciudadanía una pronta y cumplida justicia; más aún los magistrados de la Sala de lo Constitucional, tal como esta lo ha afirmado en repetidas ocasiones en su propia jurisprudencia. Aunque es cierto que la antigua ley de amnistía impidió durante más de dos décadas hacer pronta y debida justicia, han pasado ya casi cuatro años desde julio de 2016, cuando se declaró inconstitucional esa ley a todas luces injusta. Sería lamentable que la Sala cayera en retardación de justicia. Una irresponsabilidad grave sancionada por la Constitución
De los 75 artículos del proyecto de ley de justicia transicional, cerca de 19 requieren ser estudiados con detenimiento por la Sala, para verificar que cumplen con la sentencia y las recomendaciones de seguimiento. Otras instituciones del Estado no han acatado los mandatos de la Sala. La Fiscalía no ha establecido un número de fiscales suficiente para enfrentar los casos que podrán darse una vez sea promulgada la ley. La coordinación entre el Ministerio de Hacienda y la Asamblea Legislativa, ordenada por la Sala para hacer los cálculos adecuados de reparaciones y otros costos, tampoco se ha dado. Es urgente revisar todo el proceso. La Sala no puede tirar balones fuera ante los desacuerdos entre la Asamblea y el Ejecutivo. Al contrario, la causa del atraso, si se da, será ahora responsabilidad de la Sala de lo Constitucional.
Una ley de justicia transicional norma siempre, como su nombre lo indica, la transición de una situación de violencia y enfrentamiento a otra de diálogo, paz y mecanismos de reconciliación. La reparación a las víctimas, la penalidad por los delitos y la preocupación especial por los territorios donde los enfrentamientos causaron mayores daños contribuyen a que no se repitan los terribles daños del pasado. Cuando hoy se habla de la violencia de las pandillas, no faltan quienes piensan que en parte ella es resultado de la creación de la cultura de impunidad tras la guerra civil y de haber mantenido unos índices de pobreza y desigualdad todavía demasiado altos. La ley de justicia transicional, tal y como la pidió la Sala de lo Constitucional, debe hacer verdad sobre los graves crímenes del pasado. No aceptar que nuestra sociedad quedó desgarrada por los abusos cometidos lleva a la repetición de los mismos.
A pesar de su inicial falta de voluntad política, la Asamblea Legislativa ha ido acercándose a una ley de justicia transicional válida. Ordenar la mejora del proyecto de ley recientemente aprobado, para así cumplir la sentencia de 2016, es tarea obligatoria de la Sala. Si no lo hace, habrá que acusarla de falta de voluntad política y carencia de independencia. Y peor aún, se erosionará la de por sí escasa confianza ciudadana en la justicia. De este modo, la Sala terminará contribuyendo a generar más simpatía por las medidas de facto, en vez de apego a la legalidad y al buen orden.