El Día de los Fieles Difuntos es una de las tradiciones más vivas en El Salvador. Desde tempranas horas, decenas de miles de salvadoreños acuden a los cementerios del país para visitar las tumbas de sus seres queridos y adornarlas con flores de diversos colores. Este es un momento de reencuentro familiar, de expresión de amor y amistad, de alegría y fiesta. Enflorar es rendir tributo a los seres queridos fallecidos, un modo especial de recordarlos, de expresar la falta que hacen y mantener viva su presencia. Los cementerios y camposantos, que durante el resto del año pasan tristes y abandonados, después del 2 de noviembre quedan revestidos de color, engalanados de flores, constituyendo estampa del respeto y cariño que nuestro pueblo guarda hacia sus muertos.
Pero no todos pueden cumplir con esta sentida y sacra tradición. Durante la cruel guerra de los años ochenta, muchos de nuestros hermanos no pudieron recibir sepultura o fueron enterrados en lugares desconocidos para sus familiares. Otros fueron dejados a la intemperie por sus asesinos, como alimento para los zopilotes. Y lo mismo ocurre con los desaparecidos, los miles de salvadoreños cuyo paradero se desconoce a causa no solo de la guerra, sino también de la violencia o la emigración. En un momento dado, sus familiares dejaron de tener noticias de ellos; por tanto, no hay certeza de si están vivos o muertos, no saben si alguien los enterró y en qué lugar descansan sus restos. Y eso, un enorme obstáculo para el proceso de duelo, se traduce en un dolor agudo y permanente para los familiares. Por el contrario, las familias que después de una larga búsqueda recuperaron y enterraron dignamente a sus seres queridos, han podido recorrer un proceso de sanación y cerrar las heridas que abrió la muerte de su pariente. La paz y la certidumbre de haber dado digna sepultura al ser querido sustituyen a la angustia y el sufrimiento.
Leoniza Huezo, "la niña Nicha", como la llaman cariñosamente en la comunidad de Guarjila, Chalatenango, es una de las salvadoreñas que no han podido cerrar sus heridas. Su esposo, Juan, fue asesinado en 1982 durante el conflicto armado, y no se sabe exactamente qué fue de sus restos. A Leoniza le han dicho que están en algún lugar de la montaña, entre los cerros de Arcatao y Honduras. Cada 2 de noviembre, antes de que salga el sol, esta mujer de rostro cansado emprende la búsqueda y camina por más de una hora con la esperanza de reencontrarse con su esposo después de 31 años. La acompaña la familia Rivera López, que también sube a la montaña todos los años para limpiar, enflorar y exigir justicia por el asesinato de sus padres.
Evaristo y Nicolás Rivera, hijo y nieto de los esposos asesinados, tienen una vaga idea del lugar donde presuntamente está enterrado el esposo de la niña Nicha. Ella coge su ramo de flores y los sigue. Camina despacio, buscando entre el zacatal alguna señal que le indique una tumba. Busca en uno y otro lugar sin suerte. Minutos después, se detiene. Se arrodilla, empieza a separar flores de su ramo y a cortar el monte de varios lugares. Y en el proceso, dice, como quien ora: "Juan, aquí te dejo esta florcita por si te enterraron en este lugar; aquí te dejo otra para que veás que no te he olvidado". Y así reparte las flores por todas partes hasta que se terminan.
Historias como estas nos muestran que las heridas de la guerra están abiertas, a pesar de que los victimarios han querido cerrarlas a la fuerza mediante el olvido. ¿Por qué el Estado salvadoreño ha hecho tan poco para cumplir con su obligación de apoyar el esclarecimiento de la verdad, impartir justicia y reparar integralmente a las víctimas de tan graves violaciones a derechos humanos, delitos contra la humanidad y crímenes de guerra? ¿Cuánto tiempo más tendrán que esperar? ¿Hasta cuándo podrán sanar sus heridas? ¿Cuándo reconocerán su culpa los autores intelectuales de los crímenes de guerra? ¿Hasta cuándo se seguirá protegiendo a los criminales para burla de las víctimas? Es tiempo de pedir perdón al pueblo por las tropelías que se cometieron. Un perdón que no solo se quede en discurso, sino que vaya acompañado de políticas públicas que supongan la dignificación de las víctimas y permitan aliviar tanto dolor. Los salvadoreños tienen derecho a una paz con justicia verdadera.