Al hablar de medidas especiales contra la delincuencia, la opinión pública, al igual que los políticos, se ha centrado en el tema de las cárceles. Aislar presos, bloquear señales telefónicas, descubrir túneles, registrar penales son los temas y acciones de insistencia. Algunas de estas medidas eran necesarias desde hace tiempo; en particular, el embargo de telefonía celular, difícil de implementar por la poca cooperación de las empresas de comunicación. Ha sido necesaria la amenaza de cuantiosas multas para que esa acción se aplique. Otras, como la liberación de presos, indispensable para la oxigenación de las cárceles, van quedando en el olvido. Es evidente que lo que suena a mano dura tiene más eco periodístico y propagandístico que otro tipo de medidas sensatas, por justas que sean. Recordando las recomendaciones del papa Francisco en el Año de la Misericordia, es bueno recordar opciones racionales, importantes también para la mejora de la situación.
Efectivamente, Francisco ha recomendado repetidas veces medidas de misericordia para los presos. En particular, en el mensaje de la paz del 1 de enero de este año, titulado “Vence la indiferencia y conquista la paz”, dijo: “Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio, teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía”. Pensar que esto no tiene nada que ver con la realidad salvadoreña es un grave error.
Para comenzar, nuestras cárceles tienen un terrible hacinamiento. Somos el país con mayor densidad de población carcelaria en prisiones vetustas, con pésimos servicios y en las que reina el desprecio a la dignidad humana. Reforzar la seguridad de las cárceles es sin duda necesario, pero centrarse solo en eso es darle continuidad a una dinámica que tiende a destrozar la conciencia de los encarcelados, a endurecerlos y a volverlos más agresivos. Con razón se ha dicho repetidas veces que nuestras cárceles son más escuelas de criminalidad que centros de rehabilitación, como pomposa y oficialmente se suele llamarlas. La preeminencia que se le da al derecho penal para resolver conflictos es también una fuente de violencia. Cuando una sociedad pone mayor énfasis en los castigos, como si fueran la única forma de corrección, se retroalimenta la cultura de la violencia. Cuando el papa habla de abolir la pena de muerte o introducir penas alternativas a la prisión, está proponiendo en definitiva abrir los sistemas de justicia a modos más humanos y racionales de resolver los conflictos entre personas.
El propio Gobierno se ha propuesto reducir el número de presos, liberando a ancianos y enfermos terminales, entre otros. Se habla de liberar a unos 900 sentenciados, menos del 5% de los encarcelados (25 mil). Frente a la petición de amnistía que el papa hace, se debería ser más generoso e investigar de mejor manera la situación concreta de cada preso. En muchos de los casos, además, se dan verdaderas injusticias comparativas. Hay comportamientos equivalentes al robo y al hurto que no son perseguidos ni mucho menos castigados adecuadamente. La evasión de impuestos goza, incluso legalmente, de un favoritismo especial. Al que evade grandes cantidades lo más que le puede pasar, si le descubren, es tener que pagar lo adeudado más una multa. La evasión fiscal, un delito de cuello blanco, puede hacer bastante más daño al bien común que un robo o una estafa pequeña. Pero la sanción es mucho menor. El caso denominado Papeles de Panamá, las trampas de bancos como el HSBC, los paraísos fiscales a los que se envía desde El Salvador un promedio de 700 millones de dólares al año muestran un daño al bien común que ocurre ante los ojos ciegos de legisladores y jueces.
La administración de justicia, por otra parte, tiende a la parálisis. La persecución del delito es poco eficaz. Si bien es cierto que en todas partes del mundo el que tiene dinero suele salir bien parado en los tribunales, en El Salvador el exceso de impunidad blinda al poderoso. En ese sentido, aplicar medidas de misericordia y reducir la inhumana sobrepoblación de las cárceles es también una manera de enfrentar positivamente la violencia. Porque no conviene olvidarlo: hay formas de violencia social en las que los económicamente poderosos y el propio Estado tienen responsabilidad. Y el infinito desdén hacia los que guardan prisión —extensivo a sus familias— no hace más que echar combustible a la pira funeraria en la que se ha convertido nuestro país.