A doña María le diagnosticaron un pequeño tumor en la cabeza. A sus 62 años y después de trabajar toda la vida en el cuido de esposo, hijos y casa, no es parte del exiguo 16% de los adultos mayores pensionados. Ella forma parte del ejército de salvadoreños excluidos de una seguridad social que les permitiría subsistir en el último trecho del ciclo vital. Los hijos de María hicieron el esfuerzo de llevarla a la clínica privada en la que le descubrieron el tumor; el médico les recomendó un examen especializado y una intervención quirúrgica muy delicada imposibles de pagar con sus recursos. Se podía proceder de inmediato, les dijeron, si tenían el dinero disponible. Si no, la única alternativa era acudir al Hospital Rosales.
Doña María respondió con un “no” tajante ante la insinuación de sus hijos de adquirir una deuda para pagar el tratamiento. “Prefiero pagar con paciencia y no que ustedes se endeuden más de lo que ya están”, les dijo. Así, una mañana de lunes, acompañada por ellos, llegó a la sala de emergencia del principal nosocomio del país, pues así lo indicaba la referencia médica. Ella sabía que se enfrentaba al calvario que miles de salvadoreños sufren a diario. Después del mediodía la atendieron y confirmaron que su ingreso era una emergencia. Pero no había ninguna cama disponible. Alguien tenía que ser dado de alta o morir para que ella obtuviera espacio. Pasó el resto del día y la noche en una silla, esperando.
En su conversación con otros pacientes comprobó que al menos quince estaban en su misma situación, algunos incluso desde la semana anterior. El martes no fue diferente. Por la noche olvidó el recato: tendió una sábana en el suelo y se acostó. Pasó más tiempo despierta que dormida. Apreció y valoró el esfuerzo del personal médico y de enfermería, que intentaba hacer más sin lograrlo. Comprobó en sus adentros la necesidad de más médicos y enfermeras, y no entendió por qué muchos de ellos no tienen trabajo si hay una población que los necesita tanto. El miércoles por la tarde le anunciaron que había una cama disponible. Intuyó que alguno de sus hijos había hecho algo, porque en la lista de espera quedó gente que la precedía. Le dio pena, pero no dijo nada porque quería que la comenzaran a tratar cuanto antes. Pasó en cama esa noche y las siguientes.
Fue atendida amablemente por el personal; le practicaron las evaluaciones necesarias para su operación y le avisaron que el miércoles siguiente sería operada. El martes por la mañana su semblante cambió al escuchar el rumor de una suspensión de cirugías. Sus hijos y su esposo, que solo podían visitarla los mediodías, comprobaron que se suspendía la cirugía por fallos en la sala de operaciones (esa fue la explicación que les dieron). Tuvo que resignarse a quedar a la espera de que se redefiniera la fecha para la intervención. Ante la incertidumbre, los mismos médicos les sugirieron volver a su casa y esperar a que la llamaran, para no pasar tanto tiempo ingresada. Y así hizo. Sin embargo, hoy en día, doña María espera, de nuevo, una cama disponible. Ha ido dos veces al hospital, sin éxito. Como lo predijo, sigue pagando con paciencia lo que no pueden costear con dinero.
Historias como esta se repiten cotidianamente en los hospitales del sistema público desde hace muchos años. Que ahora el problema se visibilice más por intereses políticos no quiere decir que antes no pasara. En El Salvador, la salud es un privilegio. Los que tienen dinero pagan un servicio privado; y el Seguro es para la cuarta parte de la población económicamente activa que cotiza. Para el resto, para los que no tienen recursos, está la red de hospitales públicos. La desigualdad está legalizada e institucionalizada en el país. Y lo peor es que esto ya nos parece algo natural.
Tanto los que hoy no hacen nada efectivo como los que antes desviaron fondos para hospitales y enterraron lotes millonarios de medicina tienen responsabilidad en lo que pasa. Un signo inequívoco de que un Gobierno y una sociedad tienen en el centro de sus preocupaciones a los más pobres es la dignificación de su vida en aspectos como la salud, la educación y el empleo. Mientras siga pasando lo que sucede desde que se institucionalizó la desigualdad en el país, todo será mero discurso. Mientras a los pobres se les traté como ciudadanos de última categoría, ninguna de las opciones fundamentales de los gobernantes habrá cambiado.