Nociva dinámica electoral

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Editorial UCA
26/05/2013

En El Salvador, el sistema electoral es un factor que entorpece e incluso paraliza las acciones de gobierno. Desde 1994, en que coincidieron la elección presidencial con las de alcaldes y diputados, hasta marzo de 2014, habremos vivido nueve comicios, para un promedio de una elección cada dos años. En cuatro ocasiones, las elecciones se han hecho con tres años de intervalo; en otras tres, con dos años; y en dos, con tan solo doce meses de separación. Si a esto sumamos que las campañas electorales suelen anticiparse, es posible afirmar que más de la mitad de los últimos 20 años han sido electorales. Esta excesiva actividad electoral no favorece en nada al desarrollo de la vida económica y social del país. Los comicios, al ser la principal preocupación de los partidos políticos, estén en el Gobierno o en la oposición, consumen demasiados esfuerzos, distraen, hastían a la población y condicionan de raíz los procesos de toma de decisiones.

Un claro ejemplo son las diversas medidas que es necesario implementar para corregir el rumbo de la economía y de las finanzas públicas. Su urgencia es incuestionable, pero permanecen aparcadas porque, al ser impopulares, se teme que su implementación afecte el futuro desempeño electoral del partido que gobierna y de quienes lo apoyan. Desde hace años, desde la crisis mundial, numerosos y diversos expertos vienen repitiendo que lo peor que puede pasar en El Salvador es seguir haciendo lo mismo en materia económica. Y la realidad nos muestra que a cuatro años de gestión de la administración Funes, en el país no se ha tomado ninguna decisión que apunte a una modificación de la situación económica. En los últimos cuatro años, prácticamente no ha habido crecimiento económico, no se ha incrementado la capacidad del aparato productivo ni se han generado empleos suficientes. Tampoco se ha mejorado en términos de equidad. Frente a esto, ¿qué hay que hacer?

En primer lugar, emprender una verdadera reforma fiscal, fundamental para atajar el aumento del déficit fiscal, para que el Estado disponga de los recursos necesarios para funcionar adecuadamente y realizar inversión pública, y para hacer frente a un nivel de endeudamiento público que ya roza lo inmanejable. Está claro: a menos que quiera comprometer su viabilidad, El Salvador no puede seguir endeudándose. Y para ello es necesario incrementar los ingresos fiscales. Otra decisión importante es la reorganización del gasto público, es decir, pasar de subsidios generalizados y medidas populistas a la focalización y atención de lo que sí es fundamental para el bien común: mejora y ampliación de la educación pública, generación de condiciones para que el país sea más productivo y competitivo, e inversión en energías renovables.

Una tercera acción que no puede soslayarse por más tiempo es la reforma a un sistema de pensiones oneroso para el Estado e insostenible a mediano plazo. Incrementar los aportes de los trabajadores y de los empleadores, establecer una pensión mínima y fijar el inicio de la jubilación con base en la edad real, entre otros, son cambios tan necesarios como impopulares. Pero mientras no se implementen, no se aliviará la presión del sistema a las finanzas públicas y no se garantizará una pensión digna.

Es evidente que el Gobierno no tomará estas decisiones ni otras similares, porque de hacerlo podría afectar el desempeño electoral de su partido socio, el FMLN. Pero lo peor es que tampoco el siguiente Gobierno lo hará, porque en marzo de 2015 deberá someterse a un nuevo pulso político con las elecciones de diputados y alcaldes. De hecho, no habrá terminado la campaña de la elección presidencial cuando ya estará iniciando la de las municipales y legislativas. Urge, pues, que nuestro calendario electoral se racionalice. De ello son conscientes algunos políticos, que ya en 2006 plantearon la necesidad de juntar eventos electorales. En esa línea, la tarea a corto plazo es cambiar los períodos electorales y al menos unir los comicios presidencial y legislativo. Eso daría descanso a la ciudadanía y espacio de al menos tres años para gobernar sin la soga de las elecciones al cuello y teniendo el acompañamiento —para bien y para mal— de la misma legislatura.

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