Dado que la expresión más evidente de la violencia es el asesinato, se tiende a considerar más tolerables otras formas de violencia. Eso ocurre con particular fuerza en El Salvador debido a que muy rara vez el promedio de homicidios por cada 100 mil habitantes ha bajado de 30 desde el fin de la guerra. Hoy en día, con un poco más de cien asesinatos en total en lo que va de año, voceros del Gobierno afirman que el nuestro es uno de los países más seguros del mundo. De seguir la tendencia, el año terminará con una tasa de entre 3 y 4 homicidios por cada 100 mil habitantes, sin incluir los asesinatos que el Gobierno no suele contabilizar oficialmente. Si bien las cifras son buenas, las miles de personas encarceladas injustamente obligan a concluir que la cultura de la violencia sigue activa y que, por tanto, el índice de homicidios podría subir de nuevo más allá de lo tolerable. Si hay cultura de violencia, siempre hay riesgo de llegar a extremos.
La violencia homicida se nutre de la cultura de la violencia. Y en El Salvador hay muy poco trabajo en torno a la construcción de una cultura de paz. La violencia contra la mujer se sigue manifestando en la agresión sexual. Los embarazos de niñas menores de 18 años se cuentan por miles. La violencia económica se manifiesta en la desnutrición y en la pobreza. Que una tercera parte de la población viva en la pobreza es una realidad violenta. La violencia en las relaciones personales, comenzando por la familia o la escuela, es también intensa. La falta de políticas estatales en el campo de la salud sicológica agravan el problema.
El suicidio, relativamente alto en El Salvador, es también signo de unas relaciones personales en las que la violencia está activa. El tráfico tiene niveles de muerte propios de una epidemia. Y el Estado, desde siempre, privilegia a los conductor por sobre los peatones. En este sentido, es cómplice de la violencia del tráfico, a pesar de los semáforos inteligentes y otras medidas que son solamente parte del espectáculo superficial de una forma de gobernar paternalista que prefiere a los que tienen más. El Estado combate la violencia con violencia, sin darse cuenta de que los resultados no cambian la cultura, sino que solo aminoran algunos de sus efectos.
Ante la cultura de violencia no hay más camino que educar para la paz. La cultura de paz se crea con educación, leyes claras, instituciones fuertes y estrictamente apegadas a la legislación. Luchar contra la violencia estructural, contra todas sus ramificaciones económicas, sociales y culturales en nuestra sociedad clasista, machista y despectiva frente al débil, es una tarea que exige pensamiento. El insulto al que piensa distinto, el castigo indiscriminado y arbitrario no conducen a la cultura de paz. Tampoco la soberbia del poderoso, la indiferencia del cómodo, la manipulación de las normas al servicio del poder y el resentimiento. La cultura de paz se construye desde la racionalidad, la solidaridad y la justicia, tanto legal como social.
Salir de la cultura violenta implica diálogo y voluntad, comprensión de la realidad y opción por los valores y principios que brotan de la igual dignidad de toda persona humana y que generan conciencia tanto de los derechos como de los deberes. Dialogar con la sociedad civil, que es la que más ha trabajado la cultura de paz, es obligado si de verdad se quiere salir de la cultura de la violencia y afianzar, a largo plazo, una convivencia social más amistosa.