La vacación de agosto finalizó con las protestas de excombatientes tanto de la Fuerza Armada como del FMLN. Más allá de la validez del contenido de las reivindicaciones y de las lamentables escenas que reprodujeron los medios de comunicación, los hechos son una expresión de los problemas que, 20 años después del fin de la guerra, aún aguardan solución. Obviamente, las protestas de los que empuñaron las armas son muy notorias y hacen mucho ruido, pero no menos graves y dolorosos son los casos sin resolver de los desaparecidos durante el conflicto —entre los que se cuentan a cientos de menores de edad—. En la misma situación de abandono están las víctimas de torturas, asesinatos, masacres y crímenes de lesa humanidad que se perpetraron durante la guerra, cuyos casos no han sido objeto de investigación ni de esfuerzo de reparación por parte del Estado. Y qué decir de las causas socioeconómicas que fueron detonantes de la guerra civil; prácticamente siguen intactas en la estructura de la sociedad salvadoreña.
Como se ha dicho en reiteradas ocasiones, mucho se insistió en que con el fin de la guerra se lograba la paz. No fue así. Se puso fin a la guerra, pero la conflictividad de nuestra sociedad no desapareció el 16 de enero de 1992, sino que tomó otras formas. La paz verdadera no se logra imponiendo el borrón y cuenta nueva de la amnesia colectiva ni decretando una amnistía incondicional, inconstitucional e injusta. Y esta reflexión no es fruto de mentes trasnochadas que no quieren darle vuelta a la página de la guerra, como afirman los interesados en que todo siga igual; obedece más bien a que mucho de lo que padecemos hoy tiene que ver con lo que se dejó de hacer después del conflicto. La paz, si no se funda en la justicia, no es verdadera. Quienes se aferran a no recordar el pasado, quienes se niegan a hablar de lo que pasó durante la guerra no son las víctimas o sus familiares, sino los victimarios o sus allegados. Las heridas que causa no saber la suerte que corrió un familiar y quiénes y por qué infringieron tanto dolor no cierran hasta que se conoce la verdad.
Lo que estamos viviendo ahora en El Salvador es en buena medida la herencia de lo que no se quiso hacer después de la guerra. El peor mensaje que se puede enviar a la delincuencia es el de la impunidad ante los crímenes cometidos. Y precisamente eso fue lo que sucedió después del conflicto armado. Los perpetradores de crímenes de lesa humanidad siguieron su vida como si nada hubiera pasado. Peor aún: a algunos incluso se les premió después de la firma de los Acuerdos de Paz. En abierto desprecio a la dignidad humana y a la memoria de las víctimas, algunas instalaciones militares todavía llevan los nombres de oficiales señalados como autores de las peores barbaridades de la historia salvadoreña, aun después de que el Presidente de la República anunciara lo contrario. La situación de violencia que sufrimos entronca con el patrón de conducta heredado de la guerra y con la decisión de no enfrentar las causas estructurales de las injusticias económicas y sociales que nos caracterizan.
Nos guste o no, para encontrar una solución duradera a los principales problemas del país, no se pueden cerrar los ojos a lo que pasó. Mientras mejor conozcamos el pasado, mejor y más firme será nuestro futuro. El próximo Gobierno tendrá entre sus retos fundamentales hacerle frente a la construcción de un país en paz desde el conocimiento de la verdad y la dignificación de las víctimas de la violencia y la injusticia. Prometer la solución a los problemas que más nos agobian sin señalar sus causas es pura demagogia. Los veteranos de guerra, los excombatientes nos recuerdan, pues, que los problemas que dejó la guerra siguen irresueltos.