Hasta la llegada de la pandemia y de las inundaciones, mucha gente pensaba que El Salvador caminaba bien a pesar de la pobreza, la desigualdad y otras importantes limitaciones. Una serie de instituciones democráticas nuevas contribuían a mejorar la institucionalidad. Y aunque los políticos estaban sumamente desprestigiados, no faltaban quienes creían que la presión de la sociedad civil podía cambiarlos poco a poco. El triunfo de Nayib Bukele alegró también a muchos, ante la perspectiva de que contribuiría a mejorar los dinamismos políticos. Pero la toma presidencial de la Asamblea Legislativa, haciendo uso de soldados fuertemente armados, cambió de un solo golpe la situación. Después llegó la pandemia, el confinamiento, el desorden en los Centros de Contención, el estilo autoritario e impositivo. Y sobre esa realidad larga y angustiante, cayó la tormenta Amanda y la destrucción e inundaciones que creó a su paso. Hoy, endeudados, empobrecidos, con un aumento fuerte del desempleo y un simultáneo incremento del trabajo informal, casi siempre precario, el futuro se mira más complicado y difícil. Las pequeñas y medianas empresas enfrentan serios problemas y dificultades, y ya ha caído el volumen de remesas provenientes de Estados Unidos.
Sin embargo, sigue habiendo personas (e intereses) que piensan en volver a la situación previa a la pandemia, como si ello fuera positivo. Otros están convencidos de que hay que generar una nueva dinámica económica y social. No faltan los que creen que el presidente lo arreglará todo, así como los que creen que ni proponer algo nuevo, ni volver al pasado será posible mientras Nayib Bukele continúe en el Gobierno. Frente a estos modos de pensar, hay una cuarta posición que se presenta como una necesidad: repensar El Salvador. Los 30 años de relativa paz y bipartidismo tuvieron sus avances. Pero nos dejaron una sociedad hastiada del modo tradicional de hacer política y una situación estructural débil, sin preparación adecuada para enfrentar los retos del desarrollo e impotente para atender adecuadamente emergencias y desastres. La empresa privada, como parte de la sociedad civil, debe repensar su papel en el desarrollo más allá de su autocomplacencia. Volver a lo mismo de siempre no sirve. Como tampoco que un líder autoritario trate de imponer el pensamiento de un pequeño grupo, por mucha simpatía popular que pueda tener.
Repensar El Salvador es, en este momento de crisis, urgente para encontrar un camino de salida a una situación en la que no hay garantías para el pleno respeto a la dignidad humana de todos. En su reunión general de 2007, los obispos de todo el continente latinoamericano afirmaron: “Dentro de esta amplia preocupación por la dignidad humana, se sitúa nuestra angustia por los millones de latinoamericanos y latinoamericanas que no pueden llevar una vida que responda a esa dignidad”. Ahora son millones más. Si en El Salvador había aproximadamente dos millones de personas en pobreza antes de la pandemia y las tormentas, ahora pueden llegar a tres. Revertir esta catástrofe es hoy la tarea más urgente. Y para ello es esencial salirse de las promesas sin fundamento y de las añoranzas de un pasado que tampoco fue bueno ni decente.
Repensar El Salvador es introducir dinamismos nuevos en nuestra historia. Es pensar entre todos los sectores qué estructuras socioeconómicas son las más necesarias. Pensar en la igualdad en dignidad de todos los salvadoreños y procurar un bien común en el que estén incluidos los que están en situaciones económicas y sociales más vulnerables o débiles. Apropiarse de una conciencia ética que no tenga miedo a la generosidad estructural —no solo personal— de quienes tienen más en favor de quienes tienen menos. La tarea no será fácil, porque requiere consensos y sacrificios. Romper esquemas mentales, alejarnos de dogmatismos, superar el individualismo egoísta y consumista no son retos sencillos. Pero sin atenderlos no será posible entablar un diálogo abierto y llegar a consensos realistas frente a los problemas de El Salvador. Y ahí deben estar todos.
La sociedad civil, tan diversa y a veces tan crispada por la colisión de sus diversos grupos, debe encontrar plataformas comunes de pensamiento si quiere incidir en un cambio indispensable para el bien común y para un futuro mejor y más pacífico. Los políticos, Gobierno incluido, deben estar también presentes en el diálogo, dejando a un lado su negativa tendencia a buscar prioritariamente el ejercicio del poder y cómo mantenerse en él. Negarse a repensar El Salvador es optar por un futuro con muy poca ética ciudadana y democrática. Poner creatividad y pensamiento en el mañana es tarea de todos si queremos evitar los graves problemas del pasado y responder adecuadamente a las necesidades y la dignidad de todos los salvadoreños.